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La Prueba de Turing, propuesta en un famoso artículo publicado en 1950 por el matemático y filósofo Alan Turing, uno de los padres de la ciencia de la computación y la informática moderna, consiste en un experimento destinado a comprobar si una computadora (una máquina universal de Turing ) puede pensar tal como lo hace un ser humano. La prueba consiste en un interrogatorio llevado a cabo por un humano que presenta una serie de preguntas a dos individuos ubicados detrás de sendas puertas, uno de los cuales es una máquina. Si el interrogador no puede distinguir cuál de los dos sujetos es el ser humano y cuál la máquina, entonces ésta ha pasado la prueba, y podemos afirmar de ella que tiene una capacidad de pensamiento análoga a la de un ser humano. Turing especulaba que para el año 2000 una computadora electrónica podría pasar aproximadamente un 30 por ciento de éxitos frente a un interrogador promedio durante un interrogatorio que durara cinco minutos.
El argumento más conocido contra la Prueba de Turing es el propuesto por el filósofo de la mente y del lenguaje John Searle , y promovido por el físico-matemático y también filósofo de la mente Roger Penrose , conocido como el Experimento de la Habitación China. Éste consiste en imaginar una habitación completamente aislada del exterior, excepto por una ranura por la que pueden entrar y salir textos escritos en chino. Un sujeto humano, que no conoce una sola palabra de chino, está dentro de la habitación y cuenta con una serie de instructivos y diccionarios que le definen las reglas sintácticas del alfabeto completo de dicho idioma (reglas del tipo si entran tales caracteres, escribe tales otros). El sujeto recibe preguntas en chino del exterior de la habitación y para responderlas usa los manuales que tiene a disposición, devolviéndole respuestas satisfactorias en dicho idioma, a pesar de no conocerlo. Pues bien, el argumento de Searle es que si un ser humano puede responder correctamente preguntas en chino solo conociendo las normas sintácticas de dicho idioma, entonces una máquina universal de Turing que disponga de tales reglas de sintaxis (el nivel de las reglas de combinatoria) podrá asimismo responderlas, sin que por ello debamos concluir que conoce efectivamente la semántica (el nivel del significado). Los postulados de la Prueba de Turing son, por lo tanto, falsos: la máquina universal no entiende chino, solo simula entenderlo.
Los experimentos de Turing y Searle representan, respectivamente, los dos polos de la inteligencia artificial, dividida de acuerdo al nivel de réplica de la mente que cada uno de ellos considera que podrán llegar a alcanzar las computadoras en los próximos años. Según la tesis de la inteligencia artificial dura, derivada de la Prueba de Turing, es teóricamente posible recrear, por medio de una máquina electrónica, una mente humana. Todas las cualidades de la mente (la inteligencia, el dolor, el placer, la conciencia, el libre albedrío, etc.) emergerán de modo natural en forma de software cuando el comportamiento algorítmico de la computación alcance determinado nivel de sofisticación en el dominio del hardware. Llegará el momento, sostienen sus defensores, en que a causa de la creciente complejidad de sistemas computacionales emerja la inteligencia; es todo cuestión de tiempo. Para Ralph Merkle, experto en nanotecnología molecular de Xerox PARC, el silogismo es simple:
Si todos los objetos materiales están gobernados por las leyes de la física, entonces el cerebro está gobernado por las leyes de la física. Una computadora suficientemente grande puede simular cualquier cosa que esté gobernada por las leyes de la física. Por lo tanto, una computadora lo suficientemente grande puede simular el cerebro.
Basados en la hipótesis de base de la robótica, según la cual el comportamiento complejo emerge naturalmente de la interacción entre muchas partes relativamente simples, existen en la actualidad numerosos proyectos y experimentos que buscan construir modelos computacionales de la mente cuya estructura reflejaría la estructura neurológica del cerebro humano. Así, por ejemplo, en el año 2000 el científico canadiense Chris Mckinstry inauguró el Mindpixel Project , también conocido como el Proyecto Modelo Mente Digital, para enseñarle a una red de computadoras lo que es, según definieron sus investigadores, la experiencia humana y, de esta manera, dar lugar al desarrollo de cierto estado primitivo de conciencia.
Antes bien: la contraparte moderada de esta tesis robusta se conoce como inteligencia artificial débil, y deriva conceptualmente del Experimento de la Habitación China de Searle y Penrose. Esta tesis sostiene que, a pesar de que la tecnología computacional alcance un nivel de sofisticación sumamente elevado, las máquinas no podrán reproducir determinados comportamientos no mecánicos ni algorítmicos propios del cerebro y, por lo tanto, se limitarán a simular un comportamiento inteligente análogo al observable en los seres humanos, sin que por ello debamos adscribirles necesariamente una conducta inteligente o consciente.
Para Penrose , acérrimo defensor de esta última posición, es en principio posible construir por medio de una computadora un modelo artificial que simule la acción del complejo sistema neuronal que tiene lugar en el cerebro. Sin embargo, constata, la tesis de la inteligencia artificial dura, que afirma que la simple aplicación de un algoritmo matemático puede provocar conocimiento consciente, es teóricamente insostenible. La idea de que toda actividad física, incluyendo la conciencia como fenómeno emergente de la operación cerebral, no es otra cosa que la activación de un enorme y complejo cómputo, y de que, por lo tanto, las ciencias computacionales podrán llegar a elaborar, llegado cierto punto de sofisticación, un algoritmo matemático complejo y de estructura probabilística cuya ejecución dé como resultado una conciencia artificial, es para Penrose una noción errada que no contempla el hecho central de que la conciencia no es, como suele creerse, un fenómeno producido accidentalmente por un cómputo complicado. Más bien, la impronta de la conciencia es una formación de juicios, por definición, no algorítmica. Siguiendo el Principio Antrópico –por el cual la naturaleza del universo en que estamos inmersos está fuertemente condicionada por la exigencia de que deben estar presentes seres sensibles como nosotros para observarla–, la conciencia, lejos de ser el resultado computable de un algoritmo matemático, se presenta como el fenómeno por excelencia en el que se hace conocida la misma existencia del cosmos. De ahí que, concluye Penrose, pensar a la conciencia como un proceso reducible a fórmulas precisas es una metáfora pobre que limita significativamente su carácter probabilístico no algorítmico ni computable.
Inteligencia artificial dura e inteligencia artificial débil, la Prueba de Turing y el Experimento de la Habitación China, se trata en suma, de uno u otro lado, de la cuestión acerca de si una fórmula algorítmica ejecutada por un programa apropiado en un sustrato digital dotado de suficiente poder de computación puede o no dar como resultado emergente la compleja naturaleza de la mente humana. Para ello, necesariamente, debe antes definirse si la mente es o no el producto de un proceso puramente material y mecánico, completamente explicable por leyes físicas y matemáticas.
Factible o no, la fantasía de la inteligencia artificial dura no es menor, y más grande es el miedo asociado a sus consecuencias. Así lo sugieren las palabras del estadista y pensador inglés Irving John Good, escritas premonitoriamente en 1965:
Definamos a una máquina ultrainteligente como una máquina que puede superar en todas las actividades intelectuales a cualquier hombre por más inteligente que éste sea. Siendo el diseño de máquinas una de estas actividades intelectuales, una máquina ultrainteligente podría diseñar incluso mejores máquinas; habrá entonces incuestionablemente una «explosión de inteligencia», y la inteligencia humana será dejada atrás por mucho. Por lo tanto, la primera máquina ultrainteligente es la última invención que el hombre necesitará hacer jamás.