Alea jacta est: coronavirus y el nuevo orden mundial

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Por Santiago Koval [1].

Permanecerá inmundo todos los días que tenga la infección; es inmundo. Vivirá solo; su morada estará fuera del campamento.

Levítico 13:46.

En el año 49 antes de Cristo, Julio César, en su marcha sobre Roma, franqueó el Rubicón, un pequeño río que dividía a Italia de la Galia Cisalpina. El Senado romano había dictado la pena de muerte a todo aquel que se animara a cruzarlo, pero César, luego de reflexionar sobre el peligro que esto implicaba, se decidió a atravesarlo, diciendo: “Alea jacta est” (“La suerte está echada”).

En este nuevo escenario mundial al que hemos sido arrojados en cuestión de semanas, las mismas preguntas resuenan, una y otra vez, en la conciencia colectiva: ¿qué ocurrirá si la pandemia (tal como fue declarada por la OMS el 11 de marzo) provocara muertes masivas en todas partes del mundo, diezmando en ello a la población mundial? ¿Podrá ponerse freno al avance del virus? ¿Habrá un segundo brote en países que parecen haber comenzado a levantar cabeza? ¿Tendrán lugar mutaciones cada vez más letales? ¿Es un virus natural o fabricado? ¿Somos víctimas de una conspiración? ¿A qué abismo se encamina el mundo? ¿Estamos ante un final de etapa?

Antes de responder a estas preguntas (o más allá de ellas), quisiera proponer otras que me llaman la atención desde una mirada que podemos tildar de “culturalista”, y que tienen que ver con los mecanismos culturales que hemos desarrollado como especie para protegernos a nosotrxs mismxs. ¿No estamos, después de todo, ante lo que pareciera ser una “lucha por la existencia”?

Según el Diccionario de filosofía (1980) del filósofo ruso Ivan Frolov, la lucha por la existencia es la

“[r]esistencia de los organismos a los factores de la naturaleza orgánica e inorgánica desfavorables para su vida y propagación. En virtud de la lucha por la existencia, sobreviven y dejan la descendencia más numerosa y viable las especies mejor adaptadas a las condiciones circundantes. La lucha por la existencia, una de las formas de las relaciones entre los organismos de una especie y entre los representantes de distintas especies, es un factor de la evolución de las plantas y los animales”.

Enfrentada una especie a otra que es percibida como amenaza, se pondrán en marcha los mecanismos necesarios para asegurar la persistencia del grupo y, por ende, de los individuos que lo componen. Este proceso natural, y por extensión cultural, forma parte de nuestro tejido genético ineludible.

Ahora bien, ¿qué mecanismos de autoconservación ha desplegado hasta ahora la especie humana para defenderse a sí misma del COVID-19?

La respuesta cultural es evidente: salvo contados casos como los de Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong, Japón, Holanda, Brasil o Suecia, y, en menor medida, el Reino Unido y Alemania, la casi totalidad de Gobiernos en cuyos países se ha disparado la tasa de infectados ha elegido como solución inapelable la de confinar, de forma compulsiva y por tiempo indeterminado, a toda la población civil.

Pero, ¿por qué han aceptado tan cómodamente casi todas las sociedades democráticas el confinamiento masivo como única solución posible? ¿No existen otras alternativas menos extremas o perjudiciales a mediano y largo plazo para las poblaciones humanas? ¿Qué solución elegiría la Naturaleza, siempre sabia, ante semejante escenario?

La inmunidad

En su Tratado de fisiología médica (1971), Arthur Guyton explica que el cuerpo humano tiene la capacidad natural de desarrollar inmunidad ante antígenos, esto es, agentes invasores específicos como bacterias, virus o toxinas capaces de desencadenar respuestas inmunes. El proceso de inmunidad comienza a partir de la exposición al agente invasor, luego de lo cual el cuerpo desarrolla sus tejidos linfoides. En el cuerpo, expone Guyton, se pueden desarrollar dos tipos básicos de inmunidad: por un lado, mediante la producción de anticuerpos circulantes (moléculas de globulina capaces de atacar al agente invasor), proceso conocido como inmunidad humoral; por otro, a través del sistema linfocitario (los linfocitos quedan sensibilizados a un agente extraño específico y son capaces de unirse a él y destruirlo), proceso denominado inmunidad celular o linfocítica.

En cuanto al mecanismo que lleva a que los anticuerpos sean capaces de destruir antígenos, aclara Guyton, se supone que “los anticuerpos desarrollaran fuerzas polares de carga electrostática opuestas y dispuestas como imágenes en espejo de las fuerzas de la molécula del antígeno” (p. 129).

Inmunidad de grupo o de rebaño                                                             

El concepto de inmunidad de grupo fue introducido por William Farr (1807-1883), padre de la epidemiología moderna, quien acuñó también el concepto de fuerza de mortalidad (hoy conocido como letalidad).

La inmunidad de grupo explica los patrones de las enfermedades comunitarias. Ante el surgimiento de un nuevo antígeno, toda la población es susceptible de enfermarse. A medida que la población se contagia y desarrolla inmunidad, se observa un descenso en la cantidad de huéspedes y, por tanto, de la tasa de incidencia (número de nuevos casos de una enfermedad dividido por la población en riesgo en un lugar y período específicos) y de la tasa de prevalencia (número de casos existentes de una enfermedad dividido por el número de personas de una población en un período específico).

El concepto de inmunidad de grupo hace referencia a un escenario en el que una parte suficiente de una población desarrolla inmunidad ante un antígeno, deteniendo así su progresión. Para lograr la inmunidad de grupo, no es relevante si esta ha sido obtenida a través de la vacunación o de un proceso natural de infección.

El punto de saturación de la inmunidad colectiva se alcanza cuando un portador infecta, en promedio, a una persona o menos. Es decir, cuando el número básico de reproducción (R0) (el número promedio de casos secundarios que podría producir un caso primario si entrara en contacto con una población) es menor o igual a 1.

Acerca de la inmunidad de grupo en el actual escenario, y basándose en la tasa de infección del coronavirus, Martin Hibberd, profesor de Enfermedades Infecciosas Emergentes de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres, ha declarado que “cuando alrededor del 60% de la población se haya infectado y recuperado, las posibilidades de que se produzcan brotes de la enfermedad son mucho menores porque la mayoría de las personas son resistentes a la infección”[2].

El confinamiento masivo

Ante la dilación anunciada por organismos internacionales y laboratorios multinacionales en cuanto al probable desarrollo de una vacuna para mediados de 2021 (aprox., 18 meses), la alternativa “cultural” (para oponerla a la alternativa “natural” de la inmunidad grupal o colectiva ) ha sido la del confinamiento masivo e indiscriminado de regiones o países enteros: la así llamada cuarentena.

La cuarentena, explica Michel Foucault en su Seguridad, territorio, población (1978), es un modelo de intervención existente desde la Edad Media que la burguesía francesa de finales del siglo XVIII utilizó ante el surgimiento de los centros urbanos: el auge de las ciudades como lugares de producción y consumo, mercado y socialización, proceso profundizado durante el siglo XIX a raíz de la proletarización de una parte importante de la población.

Foucault describe con estas palabras el funcionamiento de la cuarentena:

“[e]l objetivo de esos reglamentos […] es cuadricular literalmente las regiones, las ciudades dentro de las cuales hay apestados, con normas que indican a la gente cuándo salir, cómo, a qué horas, qué deben hacer en sus casas, qué tipo de alimentación deben comer; les prohíben tal o cual clase de contacto, los obligan a presentarse ante inspectores, a dejar a estos entrar a sus casas” (p. 26).

Este modelo de intervención burgués permite activar estrategias y técnicas para la fragmentación y distribución del espacio urbano, y posibilita a su vez el desarrollo de un sistema centralizado de información sobre la vida pública y privada de cada individuo. Se trata de llevar a cabo una medicina urbana basada en el control y la vigilancia de las condiciones de vida de todos los habitantes de los territorios confinados.

La cuarentena se funda en el imperativo de la salud (un imperativo moral para la conservación de la salud) y en el ejercicio del poder médico sobre el cuerpo social, que es operado por el aparato del Estado. Siguiendo a Foucault, habrá que concluir que, más allá de los discursos médico-científicos que la explican o justifican, la cuarentena no deja de ser una forma de medicalización autoritaria.

La justificación científica (la versión oficial)

El aislamiento obligatorio o cuarentena tiene, desde ya, un sentido pragmático: se trata de una estrategia epidemiológica que permite aplanar temporariamente la curva de infectados y evitar la saturación de los sistemas de salud. En aras de “ganar tiempo” al virus, se sostiene que se podrá en este periodo proceder a equipar los hospitales y centros de salud, logrando así una coordinación controlada para la atención ante picos de casos agudos.

El modelo matemático que ha llevado a distintos Gobiernos del mundo a asumir tal posición surge de un estudio[3] dirigido por el Dr. Roy Anderson, del Departamento de Enfermedades Infecciosas y Epidemiología del Centro de Análisis de Salud Global del Imperial College de Londres, titulado “¿Cómo influirán las medidas de mitigación basadas en países en el curso de la epidemia del COVID-19?”, y que fue publicado el 6 de marzo por la revista médica The Lancet.

El estudio sostiene que “[l]os gobiernos no podrán minimizar tanto las muertes por enfermedad por coronavirus 2019 (COVID-19) como el impacto económico de la propagación viral. Mantener la mortalidad lo más baja posible será la máxima prioridad para las personas; por lo tanto, los Gobiernos deben establecer medidas para mejorar la inevitable recesión económica”.

Y continúa:

“[e]s probable que ninguna vacuna o medicamento antiviral efectivo esté disponible pronto. El desarrollo de la vacuna está en marcha, pero los problemas clave no son si se puede desarrollar una vacuna, sino dónde se realizarán los ensayos de fase 3 y quién fabricará la vacuna a escala. […] Lo que queda en la actualidad para la mitigación es la cuarentena voluntaria y obligatoria, detener las reuniones masivas, el cierre de institutos educativos o lugares de trabajo donde se ha identificado la infección y el aislamiento de los hogares, pueblos o ciudades”.

A partir de este estudio, establecido globalmente como parámetro médico-científico por casi todos los Gobiernos del mundo, la idea de “aplanar la curva” se esparció como explicación lógico-matemática universal y como metáfora ética inapelable.

En la letra chica del artículo (obviada por la mayoría de los Gobiernos y medios de comunicación) se aclara que “[l]o que sucedió en China muestra que la cuarentena, el distanciamiento social y el aislamiento de las poblaciones infectadas pueden contener la epidemia. […] Sin embargo, no está claro si otros países pueden implementar las estrictas medidas que China finalmente adoptó”.

Además, ­se indica que “[l]os datos de China, Corea del Sur, Italia e Irán sugieren que la tasa de letalidad aumenta bruscamente con la edad y es mayor en personas con comorbilidades subyacentes. El distanciamiento social dirigido para estos grupos podría ser la forma más efectiva de reducir la morbilidad”.

Más allá de estas especificaciones “menores” y sobre la base del modelo chino, la mayoría de los Gobiernos del mundo aplicó sin miramientos el esquema de confinamiento masivo e indiscriminado como única opción posible ante el avance de la epidemia.

La otra justificación científica (la versión “extraoficial”)

La profesora de origen indio en epidemiología teórica de la Universidad de Oxford, la Dra. Sunetra Gupta, encabeza el grupo de investigación de Ecología Evolucionaria en Enfermedades Infecciosas. De acuerdo con un estudio[4] realizado por su equipo y publicado esta semana en el portal medRxiv de la Universidad de Yale, se estima que casi el 50% de la población británica podría ya haber sido infectada y haber desarrollado inmunidad ante el coronavirus, y que solo 1 de cada 1000 personas habría presentado síntomas o complicaciones.

De acuerdo con el artículo,

“[n]uestras simulaciones están de acuerdo con otros estudios de que la ola epidémica actual en el Reino Unido e Italia, en ausencia de intervenciones, debe tener una duración aproximada de 2-3 meses, con un número de muertes retrasado en el tiempo en relación con las infecciones generales. Es importante destacar que los resultados que presentamos aquí sugieren que las epidemias en curso en el Reino Unido e Italia comenzaron al menos un mes antes de la primera muerte reportada y ya ha llevado a la acumulación de importantes niveles de inmunidad colectiva en ambos países”.

El propio artículo del Dr. Roy Anderson, publicado en The Lancet y tomado como parámetro científico de las políticas públicas actuales, sostiene que las “[e]stimaciones sugieren que alrededor del 80% de las personas con COVID-19 tienen enfermedad leve o asintomática, 14% tiene enfermedad grave, y el 6% está gravemente enfermo”, dato que también ha sido obviado en las lecturas gubernamentales y de los medios de comunicación.

Lo cierto es que estudios como los de la Dra. Gupta, invisibilizados por la mayor parte de los medios de comunicación y Gobiernos del planeta, podrían estar indicando la necesidad de confiar en los procesos biológicos de que disponemos los seres humanos para hacer frente a los antígenos, sin generar con ello consecuencias sociales y económicas globales.

La situación económica

El desplome de los mercados financieros, la fuga de capitales, la devaluación de las monedas de países emergentes frente al dólar y la amenaza por una inminente recesión global son solo algunas de las primeras consecuencias visibles a corto y mediano plazo a causa de la actual gestión cultural de la pandemia del COVID-19.

Gran parte de los expertos en macroeconomía consideran que sobre la base del congelamiento de la economía tendrá lugar una inevitable recesión global durante el primer semestre del año, y que esto traerá además consecuencias notables para el segundo semestre. Según cálculos actuales, el costo global podría ascender a los US$ 2.7 billones de dólares. En países emergentes o en vías de desarrollo (como se los ha llamado, no sin cierto eufemismo) es esperable una caída mucho más profunda de la actividad económica y del mercado financiero, con consecuencias sociales y económicas agudas.

En América Latina, se prevé que gran parte de los países (muchos de ellos ya endeudados) deban pedir grandes préstamos a organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI). Algunos efectos económicos ya son palpables en diversos países de la región: caída en la demanda de productos de exportación; descenso del precio de materias primas; caída colosal del turismo; desplome del mercado de capitales; corrida de capitales de los mercados emergentes al dólar o al oro; fuga de capitales, caída de la inversión y de las acciones y bonos locales, inflación y depreciación de las monedas nacionales.

El interrogante (una vez más)

Si la Naturaleza ha dispuesto sabiamente en nuestros organismos unos sofisticados mecanismos evolutivos para combatir agentes invasores, y si se ha demostrado estadísticamente que gran parte de la población mundial tiene capacidad natural para hacer frente al coronavirus sin mayores riesgos a su salud (siempre y cuando se tomen las medidas necesarias para aislar y asistir a las personas mayores, embarazadas o con riesgos por comorbilidades), y si tomar estas medidas produciría además en un breve lapso una inmunidad de grupo y provocaría por tanto el freno o la ralentización de la epidemia, y si ha sido además constatado el inminente colapso del sistema económico mundial que resultará del cese total de las actividades humanas, ¿por qué razón insisten los Gobiernos del mundo, y en especial los de los países emergentes, en confinar a su población y congelar a cero toda dinámica social y económica?

La decisión del siglo

En las sociedades democráticas modernas, uno de los mayores conflictos ante los que nos enfrentamos tiene que ver con el choque inevitable, en el seno de la gubernamentalidad neoliberal, de dos procesos culturales contradictorios: por un lado, el incremento de las prácticas de disciplina y vigilancia, que ofrecen a los Estados estrategias y técnicas de control masivas de las poblaciones civiles; por otro, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que concede a los individuos “derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad”, “derecho al trabajo”, “derecho a la educación” y “derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad”, y que compone el sustrato esencial sobre el que se conformaron las sociedades democráticas modernas.

¿Cómo hacer convivir la disciplina, el control y la vigilancia, todas esas estrategias de poder gubernamental, con el derecho natural de los individuos a la libertad de circulación, asociación y trabajo? ¿De cuánto tiempo disponemos antes de comenzar a ver aparecer en distintas ciudades del mundo reacciones y manifestaciones sociales? ¿Estamos preparados para asumir las consecuencias de nuestras propias decisiones?

¿Caída o auge del capitalismo?

El filósofo esloveno Slavoj Žižek sugiere en un artículo publicado en la revista RT que el coronavirus impacta en el sistema de producción como el golpe mortal de Kill Bill 2: la “técnica del corazón explosivo” aplicada al mismo centro del sistema global capitalista. Tal vez, imagina Žižek, “otro virus ideológico, mucho más beneficioso, se extienda y nos infecte: el virus de pensar en una sociedad alternativa, una sociedad más allá del Estado-nación, una sociedad que se actualiza en las formas de solidaridad y cooperación mundial”.

Por el contrario, en un artículo publicado por El País, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han sostiene que estamos ante el surgimiento de un nuevo orden mundial, en las antípodas del sugerido por el pensador esloveno:

Žižek se equivoca. Nada de eso sucederá. China podrá vender ahora su Estado policial digital como un modelo de éxito contra la pandemia. China exhibirá la superioridad de su sistema aún con más orgullo. Y tras la pandemia, el capitalismo continuará aún con más pujanza. Y los turistas seguirán pisoteando el planeta. El virus no puede reemplazar a la razón. Es posible que incluso nos llegue además a Occidente el Estado policial digital al estilo chino. Como ya ha dicho Naomi Klein, la conmoción es un momento propicio que permite establecer un nuevo sistema de gobierno. También la instauración del neoliberalismo vino precedida a menudo de crisis que causaron conmociones. Es lo que sucedió en Corea o en Grecia. Ojalá que tras la conmoción que ha causado este virus no llegue a Europa un régimen policial digital como el chino. Si llegara a suceder eso, como teme Giorgio Agamben, el estado de excepción pasaría a ser la situación normal. Entonces el virus habría logrado lo que ni siquiera el terrorismo islámico consiguió del todo.

¿Empoderamiento ciudadano y solidaridad planetaria en pos del surgimiento de un comunismo global? ¿Refuerzo de los sistemas de vigilancia y control en aras de la emergencia de un “Estado Totalitario Digital Moderno”? La realidad, que se despliega sobre sí misma a cada instante, todavía no aclara las aguas de un futuro incierto.

El giro copernicano

Lo que es seguro, hasta ahora, es que no volveremos a ser lxs mismxs. Tal vez, sea este un periodo de recogimiento necesario para detener la maquinaria humana y repensarnos en nuestra relación hiriente y destructiva con el ecosistema planetario.

La matanza industrial de animales, la deforestación, el saqueo de mares y suelos, la contaminación del aire y el agua, en suma, la aniquilación de la biodiversidad de la Tierra pareciera dirigirnos en línea recta a un evento de extensión masiva, cuyo único responsable directo es el ser humano.

Ha quedado demostrado que el antropocentrismo, doctrina filosófica heredera del Renacimiento que concibe al ser humano como especie excepcional y verdadero destino en la evolución del cosmos, no es otra cosa que un grave error.

Quizá, sea este un punto de inflexión, un giro copernicano, una oportunidad histórica única e irrepetible para descentrarnxs y deconstruirnxs, y para decidir el curso de nuestro propio destino.

Quizá, el efecto más interesante del coronavirus sobre la humanidad sea el de habernos enfrentado, con esas imágenes de ciudades vacías, yermas y apocalípticas, a la cruda realidad de nuestras propias miserias.



[1] Profesor de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad de San Martín. Autor de La condición poshumana (Editorial Cinema, 2008).

[2] Expert comments about herd immunity, Science Media Center: https://www.sciencemediacentre.org/expert-comments-about-herd-immunity/

[3] How will country-based mitigation measures influence the course of the COVID-19 epidemic? https://www.thelancet.com/journals/lancet/article/PIIS0140-6736(20)30567-5/fulltext

[4] Fundamental principles of epidemic spread highlight the immediate need for large-scale serological surveys to assess the stage of the SARS-CoV-2 epidemic: https://www.medrxiv.org/content/10.1101/2020.03.24.20042291v1.full.pdf

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