Conciencias aumentadas: prótesis de la mente en la tecnociencia contemporánea

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Fuente de la imagen: Dall-E.

Por Santiago Koval.

En este ensayo, se defiende la hipótesis de que los desarrollos técnicos contemporáneos colaboran en la configuración de una conciencia aumentada. Desde esta perspectiva, las representaciones simbólicas contenidas en los artefactos culturales operarían en un espacio híbrido, entre lo somático y lo exosomático. Así, la apropiación del racionalismo moderno en las prácticas técnicas cotidianas se expresaría en una preeminencia de la mente inmaterial sobre el cuerpo material; con todo, una preeminencia que no implica la muerte de lo físico, sino la extensión de una conciencia capaz de exceder el dominio del cuerpo a condición de regresar, una y otra vez, al anclaje de la corporalidad. En el ámbito de los usos sociales de la técnica, el cuerpo sigue siendo, pues, una necesidad ontológica reivindicada.

Palabras clave: dispositivos, prótesis, cíborg, poshumanismo, conciencia.

El placer intenso que se siente al manejar las máquinas deja de ser un pecado para convertirse en un aspecto de la encarnación. La máquina no es una cosa que deba ser animada, adorada y dominada. La máquina somos nosotros, nuestros procesos, un aspecto de nuestra encarnación.

Donna Haraway.

1. Introducción

Una revisión de los fundamentos del racionalismo epistemológico –base filosófica, lo mismo que el empirismo, de la Modernidad occidental–[1] revela dos tendencias en el tratamiento del cuerpo y la mente: por una parte, la reificación del cuerpo (su objetivación en cuanto que cosa opuesta al sujeto); por otra, la deificación de la mente (su exaltación en cuanto que expresión verdadera del ser). Esquema mecanicista, dualista y reduccionista que recupera, en este sentido, preceptos de la tradición judeocristiana y que reivindica, solapadamente, una definición teológica de la inmortalidad del alma. [2]

El modelo moderno del ser (una res cogitans que prescinde ontológicamente de una res extensa) ha sido retomado y resignificado mediante la consolidación de la era tecnocientífica[3]. Conforme a ello, a partir del siglo XVII, se desarrolló una acelerada carrera tecnológica orientada a automatizar la razón (Mattelart), esto es, a exteriorizar los procesos de la conciencia mediante la reducción del pensamiento –identificado con el yo y con la esencia del ser– a una expresión matemática computable susceptible de replicación técnica.

Desde la década de 1970, en particular, la proliferación de tecnologías del pensamiento (Maldonado) con creciente sofisticación precipitó una estrecha articulación entre la mente y los artefactos de la cultura. Proceso histórico que ha llevado a la afirmación de una racionalidad técnica (Marcuse) en la que la mente dispone de dispositivos omnipresentes que reproducen, registran, optimizan y extienden sus facultades naturales de cognición.

Así se han multiplicado, progresivamente, las interfaces en un sector destacado de las sociedades industriales contemporáneas. La difusión y distribución ubicua (Levis) de los productos cotidianos de la técnica ha dado lugar a representaciones difusas respecto de la unión de lo tecnológico con lo humano. Vínculo intimista que se ha expresado en la apropiación naturalizada de artificios que se cargan en el cuerpo como prolongaciones de los mecanismos de la percepción y que funcionan, en cuanto tales, como potenciadores de las facultades humanas (McLuhan). Extensión, pues, de las funciones cognitivas a partir de acoples técnicos interpuestos a los módulos de la conciencia.[4]

En este orden, conforme se aproximan los artefactos culturales a nuestros esquemas cognitivos, la tecnociencia habilita nuevos puntos de encuentro entre la cultura y el organismo. Al respecto, se han ensayado definiciones amplias de lo humano que incluyen a la técnica dentro de los límites de la organicidad. Términos como el de cíborg u organismo cibernético, recurrentes en círculos especializados –y, cada vez más, en espacios de difusión masiva–, indican, precisamente, la necesidad de adecuar nociones tradicionales a un estado de cosas en constante transformación.[5]

Así han ido apareciendo discursos y proyectos científicos –y pseudocientíficos–[6] que colaboran en la instalación de un imaginario específico: un escenario de humanidad mixta en el que se confunden, progresivamente, las fronteras que separan a la biología de la cultura. En los últimos años, no son pocos los pensadores que han sostenido que las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) llevarán las posibilidades de evolución humana a niveles antes inconcebibles, hecho que permitirá, en un futuro cercano, el surgimiento de sistemas de naturaleza híbrida, a mitad de camino entre humanidad y tecnología.

Los discursos ficcionales que configuran nuestro imaginario tecnológico pronostican, de esta suerte, mundos poshumanos y realidades posbinarias en los que el ser humano y su entorno inmediato, tal como los conocemos, han dejado de existir. Entre otras, ha tomado especial fuerza la noción de singularidad tecnológica, introducida en la década de 1950 por John Von Neumann y definida como un cambio trascendental en la evolución humana producto de la llegada pretendidamente inminente de nuevas emergencias técnicas: el surgimiento de la Inteligencia Artificial y el acceso a la inmortalidad mediante el uso de la informática.

Al respecto, la filosofía transhumanista, acervo de nociones que promueve la aceleración de la evolución humana por medio del uso de la técnica, ha defendido un poshumanismo trascendental, postura metafísica que pretende la abstracción absoluta de la materia a través de una descarga informatizada de la mente. Ser poshumano –proclamado como instancia superadora del organismo cibernético– que recupera una concepción cartesiana del cuerpo en cuanto que máquina gobernada por un espíritu autónomo, incorpóreo e inextenso; y que postula, merced a ello, la preeminencia de una res cogitans capaz de sobrevivir a la muerte y de trascender, como pura información, los límites físicos del organismo objetivado.

Es dable reconocer, pues, a primera vista, una continuidad argumental entre las aspiraciones del poshumanismo trascendental y los postulados del racionalismo epistemológico: ambos defienden la automatización de una conciencia, abstracta e inmanente, susceptible de ser liberada de las ataduras del cuerpo, concreto y trascendente, mediante el uso de la razón técnica.

Por otro lado, y análogamente, deberíamos poder indicar una misma continuidad en el campo del desarrollo técnico occidental: a priori, debería ser también cierto que los artefactos culturales que median las relaciones humanas en las sociedades industriales contemporáneas promueven, ellos también, una exaltación de la mente inmaterial en detrimento del cuerpo material; un cuerpo concebido, en última instancia, como obstáculo residual en el camino evolutivo de una conciencia que ha de ser emancipada.

Esto es: si suponemos una correlación entre los discursos de la técnica (lo que se dice sobre lo que se hace o sobre lo que se hará) y los hechos de la técnica (lo que efectivamente se hace e incorpora a la sociedad[7]), deberíamos concluir que los usos sociales están orientados, necesariamente, a la anulación de lo corporal. Deberíamos, en suma, ser capaces de verificar, en las prácticas cotidianas, una expresión –manifiesta o latente– de los postulados del racionalismo moderno.

Pues bien, atento a estas consideraciones, este trabajo se propone comparar, por un lado, la ficción científica –las propuestas del transhumanismo y las de otros discursos que discurren acerca de un futuro probable– y, por otro, la realidad científica –los inventos técnicos que circulan, actualmente, por el entramado social contemporáneo–.

A partir de esta comparación, postularemos la hipótesis de que, en el ámbito de los usos sociales –esto es, en la incorporación que hace el medio social de los ingenios producidos por la técnica del hombre–, el desarrollo tecnológico está tendiendo hacia una posición intermedia: no tanto a la negación del cuerpo ni a la descarga de la mente, sino a la configuración de una conciencia aumentada.

Desde este punto de vista, la apropiación del racionalismo se expresaría, en el ámbito de los usos y prácticas sociales, en una preeminencia de la mente racional sobre el cuerpo material. Con todo, una preeminencia que no implica la muerte de lo físico, sino, antes bien, la extensión de una conciencia capaz de exceder el dominio del cuerpo a condición de regresar, una y otra vez, al anclaje de la corporalidad. En suma, un desarrollo técnico que promueve una amplificación de la experiencia cognitiva, una expansión de la conciencia o del alcance ontológico del ser, pero que lo hace con arreglo a una reivindicación del cuerpo en cuanto que sustrato necesario para la existencia.

He aquí, pues, el recorrido propuesto en este artículo: primero, un análisis de las propuestas tecnoutópicas del transhumanismo, de modo de reconocer en ellas, principalmente, su anclaje histórico con las bases filosóficas de la Modernidad; segundo, una revisión de las características técnicas –y de los usos sociales asociados– de los dispositivos técnicos contemporáneos; tercero, una reflexión a partir de la diferencia observada entre lo proyectado por la plataforma discursiva y lo efectivamente existente en el campo tecnológico; finalmente, una defensa de la hipótesis de la conciencia aumentada en cuanto que punto intermedio en el camino a la automatización.

2. Fundamentos filosóficos de la Modernidad

A partir del siglo XVI –en particular, a lo largo del XVII–, se consolidaron las bases filosóficas del pensamiento científico moderno. Durante este período, fecundo en pensadores universales, tuvo lugar una transición en el poder del conocimiento; en consecuencia, el centro del saber, tradicionalmente anclado al principio de autoridad del escolasticismo medieval y basado en una concepción aristotélica del pensamiento mítico-religioso del Cristianismo, pasó a estar fundado, definitivamente, en el método científico. La consolidación del método deductivo como principal herramienta de acceso al conocimiento expresó, así, la propensión secular a separar la ciencia de la tradición aristotélica primero y de la religión después, y a descartar en ello, en la medida de lo posible, a Dios de la ecuación universal.

La búsqueda de una mathesis universalis –un lenguaje matemático perfecto capaz de sintetizar los fundamentos que rigen la existencia– constituye la piedra basal sobre la que se estableció el racionalismo epistemológico. En cuanto que paradigma filosófico de la Era Moderna, el racionalismo apuntó a replegar, desde sus orígenes, la explicación del universo a la racionalidad humana, y a desechar en consecuencia, de raíz y para siempre, cualquier fuente de comprobación externa a su condición.

El uso del método lógico-matemático para describir el comportamiento de la mente y el de todos los fenómenos de la realidad es el último paso en la disposición moderna al racionalismo. La confianza generalizada en la matemática y en la lógica, en la aplicación de sus algoritmos formales, se ha constituido, así, durante los últimos siglos, como método por excelencia para acercarse a lo real; un método universal ubicado en la base misma de nuestra actualidad científica, una era con marcado talante racionalista que deposita el crédito en la razón humana, última fuente de producción de verdades.

3. La automatización de la razón

La consolidación científica del racionalismo epistemológico encontró su correlato técnico en el surgimiento de los primeros ingenios mecánicos con cierto grado de automatismo que florecieron en Europa a lo largo del siglo XVII. Al respecto, y desde entonces, podría sostenerse que la evolución de la técnica occidental no ha hecho más que materializar los principios rectores de la racionalidad moderna, a saber: primero, la idea de que la Razón –ordenada, predecible, determinada– se distingue, por principio, de la Naturaleza –caótica, impredecible, indeterminada–; segundo, la noción de que es posible separar a la mente racional del cuerpo natural; tercero, la idea de que la sustancia del ser reside en la conciencia; cuarto, el concepto de que pueden expresarse formalmente las operaciones mentales; quinto, la noción de que es factible, y además deseable, capturar, reflejar y reproducir los procesos racionales de la mente a través de mecanismos fabricados por el hombre.

De este modo, a partir de los siglos XVII y XVIII, en la medida en que se afianzaba el sujeto cartesiano como fundamento del conocimiento,[8] tuvo lugar lo que podemos llamar, siguiendo a Mattelart, una automatización de la razón. Fundado en el «principio de la división de las operaciones mentales» (35), este proceso cristalizó en una tendencia al tratamiento de la mente en cuanto que expresión matemática computable; en una propensión a considerar que la conciencia puede formularse mediante los elementos de la ciencia; en una inclinación, pues, a «delegar en los artefactos, en órganos artificiales, sus facultades de registro del corpus de conocimientos» (74).

Conforme a ello, durante los siglos XIX y XX, de forma paralela al proceso de industrialización y a la maduración de un modo de producción capitalista, se sucedieron oleadas de ingenios con creciente sofisticación que comenzaron a circular en sociedades altamente urbanizadas: máquinas industriales, de calcular y de procesar información; máquinas estadísticas, comerciales y de comunicación; en suma, un conjunto de artefactos que comenzó a formar parte, con renovada impronta, de los usos sociales modernos.[9] Avanzado el siglo XX, las grandes maquinarias ingresaron en un proceso de miniaturización sucedido por innovaciones en tecnología electrónica.[10] En particular, a partir de 1971, la llegada del microprocesador propició el advenimiento de la microinformática y, por consiguiente, de la electronización (Levis). A partir de esta década, y con mayor énfasis durante las de 1980 y 1990, «la mayor miniaturización, la mayor especialización y el precio decreciente de los cada vez más poderosos chips hizo posible ubicarlos progresivamente en cada máquina de la vida cotidiana» (Castells 69).

Así se multiplicaron en los últimos cuarenta años los dispositivos electrónicos que atraviesan las relaciones sociales en ciudades profundamente urbanizadas y que cubren, con su manto reticular, gran parte de las sociedades industriales contemporáneas. La era de la tecnociencia ha quedado consolidada, de este modo, a partir del paradigma de la «ubicuidad inherente a la electricidad» (Mattelart 52), característica que ha dado lugar a una sociedad atravesada por una pantalla que se presenta como potencialmente ubicua (Levis). De ahí que Yoneji Masuda no dude en definirla como la sociedad de la información, y Manuel Castells, como la sociedad red: extensión distribuida de las conexiones que comporta la posibilidad de que el conocimiento y el pensamiento humanos, reducidos al concepto cibernético de información, puedan ser registrados por un sistema electrónico de alcance mundial.

Así, pues, desde sus raíces modernas en el siglo XVII hasta sus retoños contemporáneos en el siglo XXI, las interfaces contemporáneas se han visto regidas por un principio regulador ya presente en su origen tecnológico-cultural: hacer que la mente –entendida como un complejo sistema de información reducible a fórmulas matemáticas computables–, disponga de artefactos de registro y de extensión, esto es, tecnologías del pensamiento (Maldonado) que reproduzcan, prolonguen y potencien sus rasgos cognitivos, y que le permitan, correspondientemente, una existencia informatizada a través de los mecanismos de la demiurgia artificial.

4. Cíborgs y poshumanos

La multiplicación de los productos cotidianos de la técnica ha dado lugar a representaciones difusas acerca de la reunión de lo tecnológico con lo humano, figuras más o menos imaginarias que han encontrado asilo en la noción de cíborg (Hables Gray). El término cíborg (en inglés, cyborg, acrónimo de cybernetic organism), derivación lingüística de la voz cibernética[11], apareció por primera vez en un artículo de Manfred Clynes y Nathan Kline publicado en el mes de septiembre de 1960 en la revista Astronautics. En su definición original, el término refiere un organismo capaz de integrar eficazmente los componentes externos que expanden las funciones que regulan su cuerpo y su mente; un ser humano aumentado que soportaría las duras condiciones de la atmósfera extraterrestre y que sería capaz, entre otras cosas, de sobrevivir a una guerra nuclear y a un mundo posatómico (Yehya):

[p]ara el complejo organizativo exógenamente extendido, que funciona inconscientemente como un sistema homeostático integrado, proponemos el término cíborg. El cíborg incorpora, deliberadamente, componentes exógenos que extienden la función de control autorregulatoria del organismo con el objetivo de adaptarla a nuevos entornos (Clynes y Kline 27, la traducción es nuestra).

Se trata, pues, de un sistema orgánico que ha integrado a sus mecanismos autopoiéticos (Maturana y Varela) extensiones no biológicas que cooperan, sin el beneficio de la conciencia, con sus controles homeostáticos autónomos. El cíborg nace, entonces, del uso de instrumentos (herramientas, utensilios u órganos artificiales) que se acoplan al organismo a modo de amplificadores de sus canales naturales. Instrumentos que son, en su calidad de prótesis, «prolongaciones de alguna facultad humana, psíquica o física» (McLuhan 22), vale decir, «extensiones de los mecanismos de la percepción, imitadores de los modos de aprehensión y razonamiento humanos» (McLuhan 239-240).

Desde la década de 1990, la confluencia entre biología, electrónica e informática aplicada al desarrollo de tecnologías protésicas ha llevado a un extremo el sueño de construir un organismo cibernético aumentado. Al respecto, ha sido crucial la convergencia entre la revolución informática y la de la ingeniería genética, cuyo descendiente es la biotecnología (Castells). La proliferación de dispositivos biotecnológicos cada vez más amigables ha comenzado a cuestionar las nociones tradicionales de subjetividad y entorno (Aguilar García), y ha promovido un nuevo paradigma de definiciones de los conceptos de tecnología y humanidad(Fukuyama).

Acople íntimo del artificio en lo biológico que da lugar a que actualmente, en palabras de Haraway, «[no] exist[a] separación ontológica fundamental en nuestro conocimiento formal de máquina y organismo, de lo técnico y lo orgánico» (305). Integración de la máquina que supone, en el hombre, una disolución de las membranas naturales y, por extensión, una pérdida de las fronteras taxonómicas y epistemológicas que lo separan del artefacto. Cultura de la alta tecnología que puede sugerir, en tanto, «una salida del laberinto de dualismos en el que hemos explicado nuestros cuerpos y nuestras herramientas» (37); superación, pues, de la oposición tradicional entre sujeto y objeto que propone al organismo cibernético como unicidad híbrida carente de dualidad (Aguilar García).

En este orden de cosas, Hayles ha definido al hombre de este nuevo estadio tecnológico con el término genérico poshumano, que puede usarse como sinónimo de cíborg en su concepción más amplia. Un poshumano es una persona con una capacidad física, intelectual y psicológica sin precedentes, autoprogramable, autoconfigurable, ilimitado y potencialmente inmortal; un ser cuyas capacidades exceden radicalmente a la de los seres humanos, hasta el punto de no pertenecer más a la especie de acuerdo con los estándares actuales de humanidad.

Conforme a estas ideas, se desarrolló en los últimos años un nuevo paradigma sobre el futuro del hombre que comenzó a tomar forma en un grupo de científicos (Vinge; Moravec; Kurzweil; Bostrom; Sturm; Joy; Minsky) dedicados a la investigación en áreas como computación, neurología, biotecnología, nanotecnología y otras tecnologías de punta. La evolución humana, sostienen, no ha terminado aún: somos más complejos que cualquiera de las criaturas antes existentes y no hemos alcanzado nuestra forma evolutiva final. Puesto que nuestra evolución todavía no termina, la tecnología puede ayudarnos a encauzarla. Así, según Bostrom, «la condición humana no es, como se suele creer, constante, y la aplicación científica de las nuevas tecnologías llevará a la superación de sus limitaciones biológicas» (7).

El transhumanismo o extropianismo se concibió, desde su origen, como el movimiento político y filosófico que reúne este acervo de nuevas nociones. Entrelas posiciones extremas de la filosofía transhumanista, se encuentra aquella que pretende una abstracción absoluta de la materia orgánica a través de una descarga o transbiomorfosis (metamorfosis transbiológica) que traduzca las redes neuronales de la mente a la memoria de un ordenador. Esta versión extrema, conocida como poshumanismo trascendental, defiende la idea de «un ser líquido-fluido posbiológico, abstracto, puro y sin anclajes al cuerpo, cuya supresión se hace necesaria; ser que reconoce en la sustancia limitaciones a su potencialidad, transferido tecnológicamente en la forma de conciencia a un sistema informático» (Dery 345).

Ser poshumano que representa, en cuanto tal, el hombre ideal de la cibernética de Wiener: ser expresable matemáticamente en términos de pura información, entidad abstracta que podría viajar, potencialmente, de un punto a otro del espacio como un mensaje informático. De modo que el poshumano, primero hombre-prótesis, luego cíborg y finalmente Übermensch nietzscheano[12], deviene, en su máxima expresión, existencia abstracta, res cogitans separada de la res extensa, entidad ideal libre de aquel desecho inservible, fuente última de todos los males. El producto final, objeto de aspiración de los transhumanistas, es, pues, la liberación de lo físico: no conformes con la amplificación tecnológica del cuerpo, sus más acérrimos defensores optan por suprimirlo (Dery; Yehya).

5. Discursos y realidades técnicas

Es dable señalar la continuidad argumental que existe, evidentemente, entre las propuestas del poshumanismo trascendental y los principios del racionalismo epistemológico: ambos promueven la automatización de una conciencia que debe ser emancipada del arraigo del cuerpo mediante el uso de la razón técnica. Sobre esta base, podríamos imaginar una línea evolutiva que vincule, en un extremo, los fundamentos racionales de la Modernidad y, en el otro, las propuestas de ascensión posorgánica del transhumanismo. La figura 1 representa, grosso modo, este camino evolutivo hacia la automatización de la mente moderna:en primer término, las primeras propuestas de automatizar la conciencia fundadas en el racionalismo del siglo XVII; segundo, la invención de máquinas de calcular y el desarrollo de autómatas mecánicos durante los siglos XVII, XVIII y XIX, en particular, a partir de la expansión del proceso de industrialización; tercero, la consolidación del modelo computacional de la mente durante las primeras décadas del siglo XX; cuarto, la proliferación de las tecnologías del pensamiento (Maldonado) a partir de la afirmación, desde la década de 1970, de la Sociedad de la Información y el Conocimiento; finalmente, las propuestas contemporáneas de ciborgización y abstracción poshumana durante los últimos veinte o treinta años.

Figura 1. Esquema evolutivo de la automatización de la mente moderna.

Ahora bien, a partir esta esquematización, cabe preguntarse, no tanto por las propuestas discursivas, sino, más bien, por la evolución real de la técnica; esto es: si advertimos en los discursos de la ficción científica una continuidad argumental respecto de los postulados del racionalismo epistemológico, ¿podemos señalar, con igual certeza, una tendencia análoga en el campo de realidad científica, vale decir, en los desarrollos técnicos que han sido efectivamente incorporados a las prácticas sociales de los últimos años?

6. Dispositivos protésicos de la mente

Proponemos la expresión dispositivos protésicos de la mente para referir una clase específica de objetos culturales (pantallas, teléfonos multifunción, tabletas, terminales, interfaces y demás ingenios electrónicos) que han atravesado, durante las últimas décadas, las prácticas sociales urbanas, a saber: una clase de dispositivos que se añaden al contorno del cuerpo a modo de acople técnico de los mecanismos de la percepción y que afectan, a raíz de su mediación, algunos de los procesos y funciones cognitivos de la conciencia.[13]

Estos dispositivos comparten una serie de características que es preciso reconocer a fin de comprender el tipo de vínculo que establecen con el cuerpo físico y, por extensión, con los esquemas cognitivos de la mente; entre otras:

  1. son artefactos microinformáticos, comúnmente portátiles y de reducido tamaño;
  2. ofrecen múltiples aplicaciones o funciones para uso personal y profesional (telefonía de voz, correo electrónico, mensajería instantánea, representación de textos, gráficos, audio y video, administración de documentos por medio de aplicaciones ofimáticas, agenda, calculadora, videojuegos, cámara fotográfica y/o de video de alta resolución, geolocalización, etc.);
  3. cuentan con interfaces de conexión a múltiples dispositivos con funciones de sincronización de datos, ranuras para tarjetas de memoria extendida, etc.;
  4. permiten el acceso telemático a redes potencialmente ubicuas de telecomunicación;
  5. ofrecen la posibilidad de instalar aplicaciones de software desarrolladas por el fabricante o por terceros, hecho que permite incrementar las posibilidades de procesamiento de datos y las modalidades de la conectividad;
  6. permiten acceder a una diversidad de estímulos perceptivos, es decir, proponen modelos de representación multisensorial que pueden experimentarse como reproducciones simbólicas de la realidad sensible;
  7. pueden integrar, en sus versiones más sofisticadas, aplicaciones más o menos rudimentarias de realidad virtual (inmersión en representaciones infográficas) o de realidad aumentada (acople de capas infográficas al campo perceptivo);[14]
  8. disponen de pantallas, visores o interfaces sensibles al tacto (tecnología háptica), a la voz (reconocimiento de habla) o al movimiento (interfaces kinéticas para el reconocimiento gestual), que permiten, en algún sentido, reproducir en el campo virtual la presencia del cuerpo y, por tanto, ofrecen un cierto grado de inmersión sensorial;[15]
  9. pueden incorporar funciones básicas de Inteligencia Artificial para el reconocimiento automático de patrones;
  10. en su máxima expresión, aspiran a lograr una interfaz natural con los esquemas cognitivos por medio de intervenciones biotecnológicas, vale decir, una interacción directa cerebro-máquina que logre disolver, finalmente, la línea divisoria entre organismo y artefacto (Koval, 2008).

Pues bien, con vistas en este conjunto de propiedades no taxativas pero sí indicativas, que describe a una gran proporción de los dispositivos técnicos contemporáneos, cabe preguntarse: ¿qué modelo conceptual –respecto del vínculo que se establece entre el cuerpo y la mente– puede derivarse de las características técnicas –y de los usos sociales asociados– de los dispositivos protésicos de la mente? Hemos visto que, en línea con los preceptos del racionalismo, las posturas transhumanistas defienden la abstracción del cuerpo y su reemplazo radical por el artefacto. ¿Podemos observar, pues, esta misma tendencia en los recursos técnicos que median las relaciones humanas en las sociedades en las que predominan las condiciones modernas de producción?

En principio, una observación a vuelo de pájaro pareciera indicar una inclinación contraria o, cuanto menos, una tendencia alejada de las propuestas de ascensión poshumana. Antes bien, la apropiación de los ingenios pareciera orientarse al aprovechamiento de las características técnicas de ciertos objetos que expanden habilidades o capacidades humanas; por ejemplo, las asociadas al cálculo, a la comunicación, al comercio, al uso del tiempo, al ocio, al placer, a la salud, a la belleza, a la prolongación de la juventud y de la vida, entre otras. En todo caso, estas prácticas tienen lugar, exclusivamente, en el dominio de la corporalidad, y no son en modo alguno ajenas o contrarias a su realidad o a la materialidad de sus dimensiones constitutivas. Pero veamos la cuestión más de cerca.

7. El exocerebro

Bartra ha postulado la hipótesis de que el desarrollo del cerebro humano a lo largo de los últimos 100 mil años ha podido tener lugar, en gran medida, gracias al uso de sistemas simbólicos externos de sustitución. Esto implica la existencia, en el cerebro, de mecanismos cognitivos incompletos o inactivos que requieren, para su completitud o activación, de recursos culturales ubicados en espacios simbólicos externos al cuerpo físico. Bartra sugiere, de este modo, que el desarrollo cerebral que dio lugar a la aparición del Homo sapiens se basó en la expansión de lo que llama el exocerebro: un conjunto de procesos culturales que funcionan como suplementos extracorporales y que colaboran, en cuanto tales, en el desarrollo de las capacidades perceptivas y cognitivas del circuito somático cerebral.[16] Así, el cerebro no sería algo exclusivamente biológico, sino que contendría, en su propia estructura, un fuerte componente cultural extrasomático.

Lo interesante de la hipótesis de Bartra es que los elementos culturales que componen del exocerebro (lenguajes, artefactos, razonamientos, órdenes simbólicos, relatos, mitos, música, mecanismos clasificatorios, símbolos plásticos, creencias, sistemas religiosos, etc.) establecen relaciones de dependencia con los circuitos corticales del cerebro natural. Esta inherencia de lo externo al sustrato corporal viene dada por su calidad de prótesis; como escribe Bartra, «[l]a prótesis es, en realidad, una red cultural y social de mecanismos extrasomáticos estrechamente vinculada al cerebro» (23). La relación que se establece entre la prótesis y el cerebro es, de hecho, tan profunda que «una porción de ese contenido externo “funciona” como si fuese parte de los circuitos neuronales» (23), a tal punto de que «ciertas regiones del cerebro humano adquieren genéticamente una dependencia neurofisiológica del sistema simbólico de sustitución» (26).

Sobre la base de estas consideraciones, es dable sostener, entonces, que los dispositivos protésicos de la mente funcionan, ellos también, como suplementos exógenos y que contribuyen, como tales, a la expansión del exocerebro. Trataríamos, de este modo, con añadiduras técnicas que, en su calidad de prótesis, pertenecen, en algún aspecto, a la estructura neurofisiológica del cerebro.

Siguiendo esta línea de razonamiento, cabe pensar que las prótesis culturales no anulan la realidad de lo orgánico, sino que son, por el contrario y en cierto sentido, partes anatómicas. Esto es: si las prótesis son partes del organismo; o bien si, en el menor de los supuestos, las prótesis establecen con el cerebro un vínculo de dependencia estructural; debemos, por consiguiente, aceptar la idea de que el cuerpo sigue siendo, en su calidad de sustrato, la realidad necesaria sobre la que se sostiene la interacción: la utilización de dispositivos técnicos supondría un modelo de interdependencia entre el cuerpo y la mente, ambos concebidos como partes necesarias al interior de una relación dialéctica indisoluble.

8. La hipótesis de la conciencia aumentada

Estamos, ahora sí, en condiciones de formular nuestra hipótesis: sostenemos que los desarrollos técnicos contemporáneos –expresados en lo que hemos llamado dispositivos protésicos de la mente, aunque no necesariamente limitados a esta expresión– se orientan en una dirección intermedia en el camino al poshumanismo trascendental: no tanto a la eliminación del cuerpo, sino a la configuración de una conciencia aumentada. En esta posición intermedia, los dispositivos son utilizados, ciertamente, a modo de extensiones de la cognición. Con todo, a diferencia de lo que ocurre en las propuestas transhumanistas, en el desarrollo actual de la técnica –y en los usos sociales asociados a ella– el artefacto no anula lo corporal; antes bien, el cuerpo sigue siendo, en su calidad de sustrato, una necesidad ontológica reivindicada.

La hipótesis de la conciencia aumentada supone, en este sentido, una concepción particular del problema mente-cuerpo: no tanto la idea de que la mente existe dentro del cuerpo, ni de que es factible –o deseable– eliminar el cuerpo a fin de que la conciencia exista eternamente fuera de él; antes bien: la posición intermedia de que la mente incluye pero también excluye lo corporal. De que, a un tiempo, puede estar en el cuerpo y fuera del cuerpo. La figura 2 ilustra esta concepción del vínculo mente-cuerpo asociado a la hipótesis de la conciencia aumentada.

Figura 2. El problema mente-cuerpo de acuerdo con la hipótesis de la conciencia aumentada.

La visión occidental tradicional –producto del racionalismo moderno– plantea la existencia de dos dimensiones del ser separadas por una brecha insorteable: la mente (inextensa) y el cuerpo (extenso). El poshumanismo trascendental hereda la concepción dualista al reconocer la división cartesiana y proponer, en consecuencia, la abstracción de la res cogitans de un cuerpo del que no depende para existir. En esta propuesta, la máquina (perfecta, incorruptible, eterna) asume, así, el carácter de soporte vicario de una mente emancipada. La hipótesis de la conciencia aumentada, en cuanto que postura intermedia, reconoce la preeminencia de una mente susceptible de existir, expandida por la máquina, en un espacio externo al cuerpo físico (el exocerebro), pero insiste, con todo, en la necesidad ontológica de la corporalidad como sustrato último de la existencia.

9. Consideraciones finales

Hemos visto que las aspiraciones del poshumanismo trascendental, movimiento neofilosófico surgido durante los últimos treinta años, suponen una continuidad argumental respecto de los postulados del racionalismo epistemológico, modelo de pensamiento afianzado en Occidente durante los siglos XVI y XVII; esto es: ambos promueven la liberación de la conciencia de las ataduras del cuerpo y su consecuente automatización mediante el uso de la razón técnica. Al respecto, hemos anticipado una misma continuidad en el campo del desarrollo técnico occidental: a priori, supusimos, debería ser igualmente cierto que los artefactos culturales favorecen, ellos también, una exaltación de la mente inmaterial en detrimento del cuerpo material.

Así, hemos procurado comparar la ficción científica –identificada con la teoría cíborg y el transhumanismo– y la realidad científica –los inventos técnicos que han sido socialmente incorporados–. A partir de esta comparación, fue nuestro propósito defender la hipótesis de que el desarrollo tecnológico está tendiendo, no tanto a la negación del cuerpo, sino, más bien, a la configuración de una conciencia aumentada. Nuestra pregunta capital fue, en este sentido, la siguiente: ¿qué modelo conceptual –respecto del vínculo que se establece entre el cuerpo y la mente– puede derivarse de las características técnicas –y de los usos sociales asociados– de recursos técnicos que median las relaciones humanas en las sociedades en las que predominan las condiciones modernas de producción?

En principio, hemos dicho que las propiedades técnico-sociales de los ingenios contemporáneos –que hemos dado en llamar dispositivos protésicos de la mente– pareciera orientarse al desarrollo de prácticas que estimulan el uso de las funciones cognitivas de la mente, actividades que tienen lugar, exclusivamente, en el dominio de la corporalidad. En este punto, hemos incorporado el concepto de exocerebro propuesta por Bartra: un conjunto de procesos culturales que funcionan como suplementos extracorporales y que colaboran en el desarrollo de las capacidades perceptivas y cognitivas del circuito somático cerebral. Desde esta perspectiva, hemos considerado que los dispositivos protésicos de la mente operan como suplementos exógenos que contribuyen a la expansión del exocerebro y que forman parte, en su calidad de prótesis, de la estructura neurofisiológica del cerebro. En tal sentido, supusimos que las prótesis culturales, antes de anular el cuerpo, establecen con él un vínculo de dependencia estructural: cuerpo y mente pueden ser concebidos como los polos necesarios de una relación dialéctica indisoluble.

Pues bien, ¿cuál es la tendencia en el desarrollo occidental de la técnica? ¿Cuál es el modelo conceptual que puede derivarse de la apropiación que hace el medio social de esta clase de desarrollo? A partir del análisis propuesto, podemos sostener, pues, la hipótesis de que los desarrollos técnicos contemporáneos se dirigen, no tanto a la eliminación del cuerpo, sino a la configuración de una conciencia aumentada. Esta concepción particular del vínculo mente-cuerpo supone que la mente incluye pero también excluye lo corporal, vale decir, que a pesar de que las representaciones simbólicas contenidas en los objetos culturales (pantallas, teléfonos, tabletas, terminales, interfaces, etc.) operen en un espacio extrasomático –el exocerebro–, no obstante, a un mismo tiempo, forman parte de la organicidad. En tal sentido, aunque externas, las representaciones culturales son partes anatómicas que establecen un vínculo de dependencia estructural con el cerebro, y suponen, en tanto, una valoración de la corporalidad como sustrato necesario para la existencia.

Es por supuesto difícil –en este y en cualquier otro punto de la historia– anticipar la progresión real de la técnica, que veremos proyectar en el curso de las próximas décadas. Al respecto, se multiplican hoy, acaso anticipadamente, los defensores de las utopías tecnológicas, quienes proponen ideas más o menos radicales acerca del futuro de una humanidad altamente tecnificada. En los hechos, sin embargo, las propuestas de ciborgización y de descarga poshumana continúan siendo –a más de cincuenta años de sus primeras manifestaciones– sueños ficcionales alejados de la realidad social contemporánea. En el ámbito de la apropiación social –que define, en última instancia, la incorporación de toda habilidad técnica al ámbito de la realidad tecnológica– podemos decir, con suficiente fundamento que, aunque oculto, velado y silenciado (Le Bretón), el cuerpo sigue siendo, en su calidad de sustrato, una necesidad ontológica reivindicada.

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[1] El racionalismo (que asigna el crédito del conocimiento a la razón humana) y el empirismo (que sostiene la actividad científica sobre la experimentación y la observación pragmáticas) constituyen los dos paradigmas filosóficos sobre los que se constituyó el método científico y, por extensión, la Era Moderna.

[2] Desde un punto de vista mitológico, podría pensarse que el mito originario común a todas estas propuestas es el del acceso a la divinidad mediante una superación de la Naturaleza.

[3] El término tecnociencia, acrónimo que indica una conjunción entre ciencia y tecnología, describe una de las características fundamentales de la Sociedad de la Información y el Conocimiento, a saber: el hecho de que la información y el conocimiento se producen, regulan y transmiten a través del uso combinado de la técnica y el método científico.

[4] A fin de simplificar la discusión, usaremos los términos conciencia y funciones cognitivas de manera análoga. Su diferenciación implicaría una discusión filosófica de largo aliento que excede el propósito de este escrito.

[5] Asociados a nuevas posibilidades técnicas, no obstante, estos neologismos solo pueden comprenderse cabalmente en el marco de una historia humana de largo aliento. En particular, si se observan a la luz de la tradición milenaria de los seres artificiales, si se encuadran en la cosmogonía profana o religiosa de los mitos fundacionales y si se interpretan a partir de pulsiones inherentes a la condición humana. Así, propuestos para representar nuevas realidades, estos neologismos refieren prácticas que no hacen sino actualizar impulsos psíquicos y culturales arraigados en el origen de la especie. Véase, al respecto, Koval (2014).

[6] Entre otros, el Proyecto Avatar 2045, financiado por Dimitri Itskov, tiene como objetivo desarrollar la tecnología necesaria para transferir, en el año 2045, la conciencia humana a un soporte electrónico.

[7] Las experiencias técnicas disponibles o proyectables en el horizonte tecnológico son o serán tales en la medida en que sean socialmente incorporadas. Es la apropiación del organismo social la que define el curso y destino de un determinado invento. Así, la pregunta por la técnica es, siempre, una pregunta por los usos y las prácticas sociales asociados a ella (Véanse Flichy; Levis y Williams).

[8] En el camino a la racionalización, hay que destacar la publicación, en 1637, de la obra fundante de la Modernidad, el Discurso del método, de René Descartes. La enunciación de su verdad apodíctica, el Cogito Ergo Sum, dio lugar al surgimiento de un sujeto racional definido como garante de la verdad. En suma, favoreció una concentración del saber en un ‘yo’ –un ‘yo’ deíctico que reenvía a un sujeto empírico e históricamente definido– capaz de discurso, razonamiento y conciencia individual.

[9] En este contexto, científicos, inventores, matemáticos, ingenieros y filósofos del talante de Charles Babbage, Augusta Ada Byron (Lady Lovelace), George Boole, Herman Hollerith, Konrad Zuse, Vannevar Bush, Alan Turing, John Von Neumann, Norbert Wiener, Warren Weaver y Claude Elwood Shannon, entre otros, colaboraron en la configuración de un modelo computacional de la mente, vale decir, un esquema racional, matemático y modular que permite describir el modo en que funcionan los procesos cognitivos y fisiológicos del cerebro partir del modelo de funcionamiento de un procesador informático.

[10] La primera computadora programable es de 1943, el transistor, de 1947, y el circuito integrado, de 1957.

[11] La cibernética, ciencia teórica del control y la comunicación en máquinas y animales formulada por Norbert Wiener en 1948, ha planteado, desde sus orígenes, analogías funcionales entre hombres y artificios: desde esta perspectiva teórica, el funcionamiento de los seres vivos y el de las máquinas (en particular, el de los modernos ordenadores electrónicos) son análogos y paralelos en sus tentativas de regular la entropía mediante la retroalimentación (Véase Wiener).

[12] Término acuñado por Nietzsche que remite, en su sentido original, a un hombre ideal (Idealmensch), un superhombre capaz de generar su propio sistema de valores a partir de su genuina voluntad de poder. Aplicado a las nuevas tecnologías protésicas, el Übermensch remite a un ser humano liberado de sus ataduras físicas.

[13] Podríamos objetar, siguiendo a McLuhan, que esta definición no tiene en cuenta el hecho de que toda herramienta tiene, por sí misma, la capacidad de potenciar las facultades mentales. Con todo, aquí apuntamos, específicamente, a los dispositivos que se incorporan al cuerpo en la forma de prótesis de la cognición. El término refiere, así, las terminales electrónicas que promueven, con arreglo a diversos grados de superposición, una intervención técnica destinada a integrar –y, por lo tanto, a confundir– los esquemas cognitivos de la mente con las interfaces técnicas del diseño artificial.

[14] Por ejemplo, el proyecto Glass, de la empresa norteamericana Google Inc., consiste en el desarrollo de un dispositivo de realidad aumentada a modo de anteojo activable por medio de lenguaje natural y de una interfaz con carácter indicial que permite, entre otras cosas, la conexión inalámbrica a servicios de Internet.

[15] La sensorialidad en esta clase de artefactos se limita, por lo general, a la vista y a la audición. Así, los sentidos más primitivos y, por tanto, asociados a la animalidad del cuerpo –el tacto, el olfato y el gusto– tienden a desaparecer en el vínculo que se establece con la interfaz.

[16] Para Bartra, el surgimiento del exocerebro responde a compensaciones culturales ocurridas, a lo largo del proceso evolutivo, a partir de la incapacidad o dificultad del circuito somático cerebral de adaptarse a entornos excesivamente hostiles.

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