¿Un futuro no humano?

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La llegada de las Tecnologías de la Informacióny la Comunicación en la década de 1970 dio lugar a cambios en lo tecnológico realizable (lo que se puede hacer) y en lo tecnológico concebible (lo que se puede pensar). Tanto en el dominio de la ciencia real como en el de la ciencia ficción, las ideas vinculadas con el imaginario de la integración hombre-máquina apuntan a la noción de una singularidad tecnológica, un punto histórico de inflexión expresado en la aparición de androides y poshumanos, es decir, en el reemplazo del ser humano como especie más avanzada de la evolución natural. Se propone, entonces, un futuro eminentemente no humano.

El cine de ciencia ficción y los discursos científicos de los centros de investigación más importantes del planeta han comenzado a plantear desde 1970 una noción antigua como la humanidad misma, pero reformulada ahora como potencialmente realizable: la noción de que las nuevas tecnologías llevan las posibilidades de fusión entre hombres y máquinas a un nivel cualitativamente nuevo. Del lado de lo que podríamos llamar la integración exógena (humanización de la máquina, por ejemplo, el T-800 de Terminator) y del lado de la integración endógena (mecanización del humano, por ejemplo, el robot-policía de Robocop), una y otra empiezan a presentar personajes cada vez más integrados, cada vez más humanos o cada vez más mecánicos, seres híbridos hechos de carne y metal, de carbono y silicio, de código genético y código binario.

¿Realidad científica o metáfora ficcional?

La alineación entre el discurso de la ciencia real y el discurso de la ciencia ficción indica la existencia de una tendencia común, fundamentalmente imaginaria (vinculada con la imaginación), que ve a las nuevas tecnologías como factores de transformación. Tanto uno como otro, sostienen que las nuevas tecnologías darán lugar a una nueva etapa en la historia de la humanidad marcada por la llegada de seres artificiales que realizan los sueños milenarios en que se fundan y que presentan al ser humano como un escalón obsoleto y superable de la larga línea de evolución natural.

La pregunta que podemos formularnos, dado este escenario, es la siguiente: ¿terminará siendo la metáfora ficcional de hoy una realidad científica del mañana? Así como el sueño del viaje ala Luna, proyectado discursivamente en 1865 por Julio Verne, se consolidó un siglo más tarde como avance tecnológico en el dominio científico, así también, cabe preguntarse si nuestras proyecciones contemporáneas acerca de la llegada de una singularidad tecnológica se convertirán ellas también, en un futuro inmediato, en presencia material de lo tecnológico realizable.

Singularidad tecnológica y dualismo cartesiano

Vamos a mirar las cosas más de cerca. Esta idea de la singularidad tecnológica se divide, como vimos, en dos partes. Por un lado, la noción de que vamos a poder replicar a un ser humano en un artefacto tecnológico. Esto da lugar a la idea de robots y androides, es decir, a la inteligencia artificial (una máquina antropomorfa igual e incluso más inteligente, conciente y emocionalmente sensible que un ser humano); por otro lado, la idea de que vamos a poder reforzar la mente y el cuerpo humanos gracias al uso de la tecnología. Esto da lugar a la idea de ciborgs y poshumanos, esto es, al poshumanismo trascendental (la idea de que, en el extremo, vamos a convertirnos en máquinas y de que podremos descargar el contenido de nuestra mente en un entorno digital).

Ahora bien, reformulada, la pregunta es la siguiente: ¿vamos a poder dar lugar a humanos-mecánicos y a máquinas-humanas de forma que ya no sea posible distinguirlos y de manera que, además, la idea de ser humano, tal como la conocemos, ya no tenga sentido?

La “descarga poshumana” y la “inteligencia artificial” son las caras opuestas de un mismo problema: si logramos replicar la mente en un cerebro artificial, entonces vamos a poder descargarla en un sustrato digital. Es decir, si la mente es solo información y, por lo tanto, reducible a fórmulas matemáticas computables, entonces tanto su descarga como su réplica en un soporte artificial deberían ser posibles.

La cuestión que está detrás de esta controversia se conoce en filosofía de la mente como el problema mente-cuerpo. ¿La mente humana, máxima expresión de la capacidad creativa de lo natural, puede ser reducida en su totalidad a fenómenos físicos y mecánicos, que podrían recrearse, alcanzado el nivel de sofisticación apropiado, por medio de elementos computacionales tomados de la tecnología cultural?

Aquí hay dos respuestas posibles. O bien, como sostenía René Descartes, el ser humano consiste en dos partes separadas (la res extensa -lo material, lo físico- y la res cogitans -la mente, el espíritu, el alma-); o bien, desde la perspectiva opuesta, el organismo humano es un entramado complejo, indisoluble, multidimensional, una composición intrincada e inseparable de cuerpo y mente.

Si nos ubicamos del lado del Dualismo Cartesiano, es decir, si pensamos que la mente es pura información, si no tiene nada que ver con el cuerpo en el que está inserta, si la mente maneja nuestro cuerpo como un fantasma en una máquina, entonces es probable que podamos, en cierto punto, formular un algoritmo matemático que la describa íntegramente. Y así, pudiendo reproducir la mente por medio de fórmulas, números y códigos, vamos a poder descargarla y reproducirla en un dispositivo electrónico análogo al cerebro humano. La búsqueda del Algoritmo de Dios, una fórmula matemática perfecta que, con reminiscencias bíblicas, Dios usó para crear la mente humana, se presenta, en este sentido, como el más grande anhelo y el más fuerte desafío al momento de intentar revivir el secreto máximo de la existencia en un sustrato artificial.

Si nos ubicamos del lado de los defensores de la complejidad, es decir, del lado de los detractores del Dualismo Cartesiano, tenemos que decir que esta idea de que aplicando un algoritmo matemático podemos generar conocimiento consciente es falsa y teóricamente insostenible. Estos pensadores (entre otros, Roger Penrose o los chilenos Maturana y Varela) sostienen que pensar a la conciencia como un proceso reducible a fórmulas matemáticas es una metáfora pobre que limita su carácter no algorítmico ni computable. Además, afirman, es erróneo pensar que la mente puede vivir sin el cuerpo en el que se ha desarrollado a lo largo de un extenso y lento proceso de evolución natural ocurrido durante millones de años. La neurobiología del cerebro y la conciencia de la mente, sostienen, están inextricablemente unidas: matando al cuerpo, matamos a la mente.

Pues bien, si la conciencia es, de hecho, una conciencia encarnada, la supresión del cuerpo implicaría su muerte. Si, por el contrario, la conciencia es un producto emergente y ontológicamente distinto del cuerpo, entonces debería ser posible su reproducción por fuera del organismo en que se desarrolló.

¿Un futuro no humano?

¿Terminarán siendo, entonces, las metáforas ficcionales de hoy realidades científicas de mañana? Es probable que así formulada la pregunta no tenga aún una respuesta posible. Sin embargo, las proyecciones de nuestra era acerca de la llegada de una singularidad no dejan de irrumpir en el seno de los discursos científicos y cinematográficos, emergiendo constantemente desde diversos soportes y medios de comunicación. En el punto extremo, estas parábolas igualan a la mente humana, máxima demostración del esplendor creativo de lo natural, a un algoritmo matemático definido por reglas precisas, el Algoritmo de Dios, que será oportunamente computable por un cerebro artificial, máxima expresión de la capacidad creativa del hombre.

Es posible que esta analogía que trazamos entre biología y tecnología, y que nos resulta tan fascinante a los seres humanos (recordemos que la idea de replicar y potenciar tecnológicamente al hombre tiene miles de años), nos esté conduciendo a una reducción del nivel de complejidad asociado a los sistemas vivientes. Es probable que, basadas en esta metáfora reduccionista, las ficciones de nuestra era arrastren una concepción errada y limitada del ser humano.

Más allá de todo, sin embargo, queda siempre una sombra de duda acerca de si los productos culturales podrán abarcar en algún futuro la compleja realidad biológica, y si será posible, de hecho, construir un dispositivo tecnológico de tal condición que sea capaz de comprender la enorme diversidad orgánica labrada por procesos naturales durante millones de años.

En definitiva, en el instante previo a la formulación del Algoritmo de Dios, habiendo la naturaleza ostentado su inmensidad infinita ante la creación limitada del hombre, pueden ocurrir dos cosas distintas: o bien el ser humano, y con él la propia naturaleza, se supera a sí mismo hallando el principio máximo de existencia de lo biológico, logrando reducir su complejidad a una regla matemática computable; o bien la dimensión del secreto universal es de hecho tan inconmensurable, que las alas de plumas que el ser humano se construyó a sí mismo durante siglos, como Ícaro en el mito griego, ceden al calor del fuego, cayendo el hombre desde los cielos a la oscura profundidad del océano.

Lo que sí está claro, en uno y otro escenario, es que nuestros científicos y pensadores contemporáneos no descansarán hasta lograrlo o hasta chocarse una y otra vez contra la inmensa pared de la naturaleza. Lo que deberíamos preguntarnos entonces, en esta instancia de reflexión, es lo siguiente: ¿no estaremos trabajando e invirtiendo recursos innecesarios en la construcción de una tecnología que acabe destruyéndonos?

Ponencia presentada por Santiago Koval en el TEDx Laguna Setubal, Santa Fe, el 19 de octubre de 2012.

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