Crítica al Dualismo Cartesiano

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I) Introducción

René Descartes, en su Meditaciones Metafísicas, plantea el modelo dualista que ha dominado el pensamiento occidental desde su época hasta nuestros días. A pesar de haber nacido el 31 de marzo de 1596, cuando ya finalizaba el gran siglo renacentista, Descartes se ha revelado a los ojos de todos como el primer hombre de la modernidad. La profundidad de su pensamiento ha influído en todas las áreas del pensamiento. Se ha considerado que marca el comienzo de una nueva era en la historia del pensamiento y de la filosofía. El objeto de este estudio, pues, es someter a analisis su obra, enfocando particular atención en su propuesta dualista, que se conoce como el dualismo cartesiano. Así, presentaremos primero la estructura y lógica de su pensamiento, pasando por su metodología, estudiando el hilo de su argumentación, pare llegar finalmente al planteo dualista que separa la mente del cuerpo. Más adelante, presentaremos algunas de las críticas más conocidas que se han planteado a su pensamiento, como por ejemplo, las de los filósofos Churchland y Ryle. No pretende ser este un análisis exhaustivo de su obra, pues dicha empresa implicaría un trabajo más minucioso y extenso. De modo que el presente estudio puede ser entendido como una presentación sucinta pero profunda del dualismo cartesiano y como una crítica específica a esa forma de pensamiento que tiende a oponer la mente al cuerpo y a manejarse de acuerdo a un conjunto de oposiciones binarias.

II) Metodología de pensamiento

El método es una parte decisiva en la filosofía de Descartes. Éste consiste en cuatro condiciones básicas. Primero, no admitir como verdadera alguna cosa que no se sepa con evidencia que lo es, es decir, sólo admitir aquello que se presenta de manera clara y distinta al espíritu. Segundo, dividir cada dificultad en cuantas partes sea posible para y en cuantas requiera su mejor solución. Tercero, conducir ordenadamente los pensamientos, esto es, empezar por los objetos más simples y fáciles de conocer para ascender gradualmente a los más complejos. Finalmente, hacer en todo unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan generales que se llegue a estar seguro de no haber omitido nada. Así, Descartes se propone no tomar como verdadero nada que no sea conocido de manera clara y distinta. Para ello, en un primer momento inmanente de su filosofía, comienza a practicar lo que se conoce como la duda metódica.

Descartes escribe:

“[…] de todas aquellas cosas que juzgaba antaño verdaderas no existe ninguna sobre la que no se pueda dudar, no por inconsideración o ligereza, sino por razones fuertes y bien meditadas. Por tanto, no menos he de abstenerme de dar fe a estos pensamientos que a los que son abiertamente falsos, si quiero encontrar algo cierto.” (Descartes 1985: 33)

En búsqueda de una verdad apodítica, Descartes procede a dudar de todo. La duda metódica lo lleva a socavar los mismos cimientos sobre los que se apoyaban todas sus creencias. Así, sostiene que no puede conocerse ninguna verdad a menos que sea inmediatamente evidente. Y la evidencia como criterio de verdad debe poseer las notas de claridad y distinción. De modo que Descartes busca respecto de la evidencia una proposición apodíctica: no sólo una verdad fundamental (las verdades de la fe también poseen este carácter), sino una verdad que pueda ser creída por sí misma, independientemente de toda tradición y autoridad; una verdad, además, de la cual se deduzca toda la serie de creencias inferenciales por medio de una cadena deductiva.

Debemos aclarar que este afán de claridad y evidencia, esta eliminación metódica de todo aquello susceptible de objeciones, no responde a un interés escéptico con una finalidad nihilista o con un propósito moral: se duda porque solamente de la duda puede nacer la certeza máxima.

Descartes se dispone pues a dudar de todo. No sólo de las autoridades y de las apariencias del mundo sensible, sino también de las propias verdades matemáticas. Recurre así a la idea de un genio maligno que se hubiera propuesto engañar al ser humano en todos sus juicios, inclusive en aquellos que, como los matemáticos, parecen estar fuera de toda sospecha.

“Supondré, pues, que no un Dios óptimo, fuente de la verdad, sino algún genio maligno de extremado poder e inteligencia pone todo su empeño en hacerme errar; creeré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y todo lo externo no son más que engaños de sueños con los que ha puesto una celada a mi credulidad; consideraré que no tengo manos, ni ojos, ni carne, ni sangre, sino que lo debo todo a una falsa opinión mía; permaneceré, pues, asido a esta miditación y de este modo, aunque no me sea permitido conocer lo verdadero, procuraré al menos con resuelta decisión, puesto que está en mi mano, no dar fe a cosas falsas y evitar que este engañador, por fuerte y listo que sea, pueda inculcarme nada.” (Descartes 1985: 34)

Pero una vez aplicada esta duda metódica y radical, advierte que hay algo de lo que es imposible dudar, esto es, que él cree que duda, y que al dudar piensa, y que al pensar existe. Así, la duda metódica de Descartes se detiene en este momento primario, en este pensamiento fundamental, de que al dudar, se piensa que se duda. Se presenta aquí el núcleo irreductible que es el Cogito ergo sum. Yo pienso: luego, yo soy una cosa pensante, algo que permanece irreductible tras el dudar. Así, el Cógito es la evidencia primaria, la idea clara y distinta por antonomasia, una verdad “inconmovible por las más extravagantes suposiciones de los escépticos”.

“¿Qué diré por último […] de mí mismo? […] Si juzgo que la cera existe a partir del hecho de que la veo, mucho más evidente será que yo existo a partir del hecho de que la veo. Puede ser que lo que veo no sea cera en realidad; puede ser que ni siquiera tenga ojos con los que vea algo, pero no puede ser que cuando vea o cuando piense que vea, yo mismo no sea algo al pensar.” (Descartes 1985: 40)

A partir de esta instancia, la filosofía de Descartes pasa a de un momento inmanente a uno trascendente. Éste ocurre en la demostración de la existencia de Dios y en las afirmaciones de la sustancialidad del alma y la extensión de los cuerpos. Descartes aspira a salir de la conciencia con el fin de encontrar una realidad que le garantice la existencia de las realidades. Ello tiene lugar mediante la demostración de la existencia de Dios.

“[…] debo examinar […] la cuestión de si Dios existe, y, en el caso de que exista, si puede ser engañoso, puesto que, si se dejan de lado estas cuestiones, paréceme que no puedo cerciorarme de ninguna otra cosa.” (Descartes 1985: 44)

Así, Descartes se ve obligado a demostrar la existencia de Dios para, a través de él, justificar la existencia de las cosas externas y de otros seres. El argumento principal de que se sirve es el ontológico pero le confiere un sentido distinto al deducir la existencia de Dios de su idea como ser infinito en el marco de la conciencia finita.

“[…] porque aun cuando exista en mí la idea de substancia, por el mismo hecho de que soy substancia, no existiría la idea de substancia infinita, siendo yo finito, si no procediese de una substancia infinita en realidad.” (Descartes 1985: 49)

Así, sólo porque una naturaleza infinita existe puede poner su idea en una naturaleza finita que la piensa. De esta manera, esta demostración es la superación del solipsismo de la conciencia y el paso al reconocimiento de la realidad y la consistencia de las objetividades.

III) Dualismo

El dualismo es la idea según la cual la realidad consiste en dos partes separadas. Dos órdenes del ser divididos por una brecha, en apariencia insorteable, que debe ser superada para que nuestra creencia de que existe un universo comprensible esté justificada. El dualismo responde así a un pensamiento binario, esto es, a un sistema de ideas o de pensamientos con dos valores, como la lógica en que los teoremas son válidos o inválidos, la epistemología en la que las proposiciones son verdaderas o falsas, y la ética, en que los individuos son buenos o malos, y sus acciones correctas o incorrectas.

El dualismo está presente en la división presocrática entre apariencia y realidad; en la filosofía de Platón, entre un mundo de ideas eternas e inmutables y un mundo de cosas finitas y en cambio permanente; en la división de Kant entre nóumeno y fenómeno; en la separación de Hume entre hecho y valor; o en aquella trazada por Heidegger entre ser y tiempo, que inspirara el contraste de Sartre entre el ser y la nada. Asimismo, la doctrina de las dos verdades, la sagrada y la profana o la religiosa y la secular, es una respuesta dualista al conflicto entre religión y ciencia.

En Descartes, el dualismo se presenta como el segundo momento trascendente de su filosofía. Una vez demostrada la existencia de Dios, dice Descartes, debemos considerar también si hay cosas externas, objetos corporales.

“[…] si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que esté yo seguro de que ella no existe en mí ni formal ni eminentemente, y de que por lo tanto no puedo ser yo mismo la causa de tal idea, se sigue necesariamente que no soy el único ser existente, sino que también existe alguna otra cosa que es la causa de esa idea.” (Descartes 1985: 47)

Esta idea lleva a Descartes a considerar otra substancia, distinta de la cosa pensante, también clara y transparente: la substancia extensa. El mundo material es así una serie indefinida de variaciones en la forma, tamaño y movimiento de una materia homogénea, única y simple que él denomina res extensa. Se incluyen aquí a todos los eventos físicos y biológicos, incluso el complejo comportamiento animal que él considera como el resultado de procesos puramente mecánicos. En este sentido, el cuerpo humano es una substancia extensa, está en el espacio, sujeto a leyes físicas y mecánicas, y sus procesos y estados pueden ser controlados por observadores externos.

“[…] como cuerpo comprendo todo aquello que está determinado por alguna figura, circunscrito en un lugar, que lleva un espacio de modo que excluye de allí todo cuerpo, que es percibido por el tacto, la vista, el oído, el gusto o el olor […]” (Descartes 1985: 36)

Sin embargo, existe una clase de fenómenos que, de acuerdo con Descartes, no puede ser entendida de esta manera: la experiencia conciente, la conciencia, lo mental, el pensamiento, etc. El pensamiento no ocupa lugar en el espacio, ni sus funciones están sujetas a leyes mecánicas. Las operaciones de la mente no son observables y su desarrollo es privado. Sólo uno mismo puede tener acceso directo a los estados y procesos de su propia mente.

Así queda diseñado el dualismo cartesiano. Este dualismo de la substancia propone que a la par de la res extensa que compone o constituye el universo material, hay una res cogitans que es independiente de la materia.

“[…] del hecho mismo de que yo sé que existo, y de que advierto que ninguna otra cosa en absoluto atañe a mi naturaleza o a mi esencia, excepto el ser una cosa que piensa, concluyo con certeza que mi existencia radica únicamente en ser una cosa que piensa. Y aunque quizás […] tengo un cuerpo que me está unido estrechamente, puesto que de una parte poseo un clara y distinta idea de mí mismo, en tanto que soy sólo una cosa que piensa, e inextensa, y de otra parte una idea precisa de cuerpo, en tanto que es tan sólo una cosa extensa y que no piensa, es manifiesto que yo soy distinto en realidad de mi cuerpo, y que puedo existir sin él” (Descartes 1985: 71)

La distinción entre substancia pensante y substancia extensa es absolutamente clara porque una se define por la exclusión de la otra: lo pensante no es extenso; lo extenso, no piensa. La extensión no es un rasgo esencial al yo pensante, el pensamiento no es esencial a la realidad extensa. Así se forman dos órdenes del ser, separados por una brecha insorteable. He aquí el dualismo.

IV) Problemas que se derivan del dualismo cartesiano

A) Primer Problema

El primer problema que surge casi espontáneamente cuando se plantea este tipo de dualismo, consiste en preguntarse ¿cómo es posible que una sustancia no espacial pueda interactuar con una sustancia que está en el espacio? ¿Cómo puede ser que mente y cuerpo, dos sustancias tan distintas, guarden estrechísimas relaciones? La respuesta de Descartes a esta objeción es la causación. Los estados de nuestras mentes y los estados de nuestros cerebros interactúan causalmente. Cuando sensaciones corporales como el dolor o las cosquillas causan en nosotros malhumor o risas, ello sucede porque tales sensaciones corporales causan estados cerebrales que a su vez causan movimientos corporales. Así, nuestras acciones están determinadas por deseos, creencias o intenciones; y actuar en función de estos deseos se explica porque éstos determinan causalmente a nuestros estados cerebrales, que a su vez causan que nuestros cuerpos se muevan y, en consecuencia, influencien el mundo físico. En sentido contrario, el mundo físico ejerce influencia causal sobre nuestras mentes a través de su influencia en nuestros cerebros. De este modo, Descartes sostuvo que hay una interacción causal psicofísica en dos carriles: de lo mental a lo físico ( i.e. acciones intencionales) y de lo físico a lo mental (i.e. la percepción). La conjunción del dualismo cartesiano y la doctrina de la interacción causal psicofísica en dos carilles se conoce como interaccionismo cartesiano.

Pues bien, esta explicación deja sin solución un problema aun más importante: ¿cómo los estados de una substancia no espacial pueden interactuar causalmente con estados de una substancia que está en el espacio? El cartesianismo podría responder situando a la mente en un lugar espacial, no obstante, todavía tendría que sostener que dichas relaciones son inmediatas, no mediadas por ningún mecanismo subyacente, hecho que parece imposible de verificar. Por tanto, el problema sigue abierto y el funcionamiento de las relaciones causales entre ambos estados permanece sin explicación.

B) Segundo Problema

El problema que en este apartado queremos plantear se relaciona con el tipo de conocimiento que puede tenerse de las operaciones de una mente. De acuerdo con la doctrina oficial, toda persona tiene un conocimiento inmejorable de dichas operaciones. Así, según el cartesianismo, los estados y procesos mentales son estados y procesos conscientes que no engendran ilusiones ni dan lugar a dudas. Descartes escribe:

“[…] conociendo que los mismos cuerpos no son percibidos en propiedad por los sentidos o por la facultad de imaginar, sino tan sólo por el intelecto; y que no son percibidos por el hecho de ser tocados o vistos, sino tan sólo porque los concebimos, me doy clara cuenta de que nada absolutamente puede ser conocido con mayor facilidad y evidencia que mi mente.” (Descartes 1985: 40-41)

Así, pues, los pensamientos, sentimientos y deseos de una persona, sus percepciones, recuerdos e imágenes son intrínsecamente claros y distintos para su dueño. De modo que la aprehensión de los contenidos mentales es epistémicamente privilegiada pues es absolutamente cierta. Esta certeza absoluta sobre un juicio supone su infalibilidad (no se puede estar equivocado acerca de él: el hecho de ser creído implica el ser verdadero), su incorregibilidad (no puede ser cancelado, superado o corregido por otras personas o por el mismo sujeto tiempo después) y la indudabilidad (no se pueden tener fundamentos para dudar de la verdad de una creencia referida a estados mentales). En pocas palabras, un sujeto es omnisciente con respecto a sus propios estados mentales ocurrentes. Asimismo, en este contexto de impresiones mentales, la distinción entre apariencia y realidad desaparece por completo.

Pues bien, de aquí se desprenden dos problemas que menoscaban la doctrina oficial. Analicemos primero el que plantea Paul Churchland en su libro Materia y Conciencia; más adelante nos dedicaremos al estudio del problema planteado sobre el solipsismo. Siguiendo a Churchland, la autoconciencia se puede entender como un ejemplo de un fenómeno más general, esto es, la percepción. La autoconciencia, sostiene, comprende una diversa clase de fenómenos, por ejemplo, la captación de los estados y procesos internos, la permanente actualización del fluir de la conciencia, la capacidad de discriminar entre un estado y otro -esto es, la posibilidad de efectuar juicios de reconocimientos-, etc. De esto se desprende que existen grados diferentes de autoconciencia, puesto que se supone que la capacidad para discriminar entre diferentes tipos de estados mentales mejora con la práctica y con la experiencia. En consecuencia, el autoconocimiento de un niño, continúa, será mucho más restringido y rudimentario que el de un adulto sensible. Lo mismo puede ocurrir de persona a persona (i.e. un novelista o un psicólogo puede lograr un mayor dominio de sus estados emocionales que otras personas). De modo que la autoconciencia, arguye Churchland, tiene un componente en gran medida aprendido.

En este sentido, la conciencia introspectiva que uno tiene de sí mismo es similar a la conciencia perceptiva del mundo externo. La diferencia radica en que en el primer caso los mecanismos de discriminación siempre se relacionan con circunstancias internas y no externas. Los mecanismos en sí son innatos, pero hay que aprender a utilizarlos. Esto parecería sugerir que la autoconciencia es simplemente una especie de percepción aprendida: la autopercepción.

Pues bien, de acuerdo con el enfoque tradicional, el conocimiento introspectivo es fundamentalmente diferente de cualquier otra forma de percepción externa. La percepción externa, se argumenta, está siempre mediatizada por sensaciones o impresiones de algún tipo, de modo que sólo se conoce el mundo externo de manera indirecta. De manera opuesta, con la introspección el conocimiento es inmediato y directo. Con la captación interna no se capta una sensación por vía de una sensación de esa sensación (Churchland 1992: 119). Como resultado, no se puede ser víctima de una falsa sensación.

Ahora bien, ¿son las propias sensaciones imposibles de corregir? Consideremos el siguiente ejemplo propuesto por Churchland.

“La sensación gustativa que produce el sorbete de lima es sólo ligeramente diferente de la que produce el sorbete de naranja, y en las pruebas realizadas con los ojos vendados es notable los pocos aciertos de la gente para distinguir entre las dos sensaciones. Un sujeto que espera que le den un sorbete de naranja y le dan uno de lima, con toda seguridad puede identificar que la sensación que experimenta es la que produce normalmente el sorbete de naranja, y sólo se retractará después de que le hagan paladear el auténtico sabor de naranja.” (Churchland 1992: 122)

Este tipo de ejemplos da cuenta de casos en que se corrige la propia identificación. Es lo que se denomina efectos de expectativa. Asimismo, continúa Churchland, no podemos asegurar que no existe ningún mecanismo mediador entre la sensación y el juicio que tenemos de ella. En efecto, una buena parte del funcionamiento de la mente está por debajo del nivel de la detección introspectiva. Por lo tanto, estos argumentos parecen indicar que la supuesta absoluta certeza sobre los contenidos de los propios procesos y estados mentales dista de ser correcta.

Planteemos ahora el segundo problema que surge de la propuesta cartesiana sobre el privilegio epistémico de nuestros estados mentales. El argumento es complejo por lo que debemos ir en forma gradual.

Para nosotros es natural distinguir entre el mundo físico público y un dominio mental privado. Tener una experiencia significa estar en cierta relación con un objeto o proceso o estado. Es imposible que dos personas tengan la misma experiencia, dado que su acceso consiste en una relación subjetiva con fenómenos mentales. Si se quiere, lo otros pueden tener una experiencia similar, pero nunca la misma (i.e. A no puede tener el dolor de B, sino uno análogo). En principio, según el cartesianismo tradicional, uno no puede dudar acerca de si está teniendo o no una experiencia. Así, las propias experiencias son apodícticas o invencibles. Los estados mentales, como asumiera Hume, son transparentes e infalibles. Pues bien, de todo lo anterior es posible derivar una tesis de privacidad epistémica. Esta tesis tiene dos caras: por un lado, yo no puedo saber acerca de los estados mentales y experiencias de otra gente como sí puedo saber de los míos; por otro, los demás no pueden saber de mis experiencias y estados mentales como saben de los suyos. De modo que atribuir estados y procesos mentales a otra gente equivale a hacer enunciados acerca de su comportamiento actual o a sus disposiciones para comportarse. Pero siempre existe la posibilidad de que sus comportamientos sean engañosos y no se correspondan con los estados mentales que les adscribimos. De esto se sigue que, si una experiencia o estado mental puede ocurrir sin que ocurra ningún comportamiento correspondiente, y si el comportamiento puede ocurrir sin una concurrente experiencia o estado mental apropiado, entonces el comportamiento no está lógicamente conectado con lo mental.

Del planteo anterior se desprenden diferentes conclusiones concatenadas lógicamente que terminan por presentar una crítica fuerte e insorteable al cartesianismo tradicional. Como vimos, según la tesis de la privacidad epistémica, no podemos alcanzar un conocimiento genuino de las otras mentes, como podemos hacerlo con la propia. Se plantea, entonces, un escepticismo acerca de otras mentes: aunque sin duda creemos cosas acerca de los estados mentales de los demás, ¿no sería consistente, o al menos plausible, concluir que ellos son meros autómatas? De esto se sigue un escepticismo acerca de la comunicación: si dos personas no pueden tener la misma experiencia, y si las palabras de sus lenguajes se definen en relación con las experiencias, entonces nuestra suposición de que ellos pueden compartir sus creencias con los demás con propósitos expresivos o de comprensión mutua, parece poco firme. En otras palabras, ¿qué evidencia tengo de que lo que otros perciben y llaman “rojo” es lo que yo percibo y llamo “rojo”? De esto surge, pues, la imposibilidad de la comunicación. Es decir, ¿qué clase de diálogo podría tener lugar con contenidos categorialmente distintos: creencias indubitables por un lado, y débiles inferencias por el otro? Así, mi lenguaje es un lenguaje privado, incomunicable.

La conclusión lógica de todo esto es el solipsismo. Si es lógicamente imposible comunicarnos con otros y así llegar al contenido de sus pensamientos o deseos, ya ni se plantea la duda respecto de si son humanos o autómatas, pues no hay manera de verificar si ellos tienen las mismas experiencias que yo tengo. Así, pues, no sólo mi lenguaje es privado, sino que yo carezco de toda evidencia respecto de la humanidad, las mentes y los demás. Pese a su presencia corpórea, no tengo fundamento razonable para aceptar que hay almas o mentes tras esos cuerpos. He aquí un problema importante para el dualismo cartesiano.

C) Tercer Problema

La crítica quizá más importante que se ha hecho al cartesianismo, ha sido propuesta por Gilbert Ryle en su libro The Concept of Mind. Ryle sostiene que, según la doctrina oficial (nombre que da al cartesianismo), “a person […] lives through two collateral histories, one consisting of what happens in and to his body, the other consisting of what happens in and to his mind. The first is public, the second private. The events in the first history are events in the physical world, those in the second are events in the mental world.”(Ryle 1949:12)

Así, como hemos visto, se da una oposición entre mente y materia. Sin embargo, tal como mencionamos en el primer problema, es difícil explicar las conexiones que existen entre los dos mundos. Según Ryle, lo que la mente desea es ejecutado por las piernas, brazos y la lengua. Gestos y sonrisas traicionan nuestros pensamientos y los castigos corporales consiguen -se supone- el perfeccionamiento moral. Pero la interacción entre los episodios de la vida privada y los de la historia pública, continúa Ryle, no pertencen a ninguna de las dos series. No podrían ser incluídas ni en la autobiografía de la vida interna, ni en la biografía de su vida pública. No pueden ser observadas ni por vía introspectiva ni en experimentos de laboratorio. Así, dichas conexiones continúan siendo un misterio.

La objeción de Ryle se ha dado llamar el Error Categorial. Sostiene que la doctrina oficial, que él denomina “el dogma del fantasma en la máquina”, presenta los hechos de la vida mental como si pertenecieran a un tipo o categoría lógica cuando en realidad pertenecen a otra. Un error categorial, explica Ryle, se comete merced a una incapacidad de usar determinados conceptos, esto es, surge de asignar ciertos conceptos a categorías a las que no pertenecen. Presentemos un ejemplo que el propio Ryle propone:

“A foreigner visiting Oxford or Cambridge for the first time is shown a number of colleges, libraries, playing fields, museums, scientific departments and administrative offices. He then asks ‘But where is the University? I have seen where the members of the Colleges live, where the Registrar works, where the scientists experiment anthe rest. But I have not yet seen the University in which reside and work the members of your University’” (Ryle 1949: 16)

Así, continúa Ryle, se debe explicar a este individuo que la universidad no es otra institución paralela, sino que es la manera en que todo está organizado. De modo que su error parte de la suposición de que la universidad corresponde a la misma categoría de los elementos que la componen.

Pues bien, todos los ejemplos que presenta Ryle, de los cuales sólo presentamos uno, tienen una caracterísica común que debe señalarse. Los errores fueron cometidos por personas que no sabían cómo emplear los conceptos. Así, su perplejidad nace de su incapacidad de usar determinadas palabras.

Pues bien, el propósito de Ryle es mostrar que la teoría de la doble vida tiene origen en un conjunto de profundos errores categoriales. La representación de una persona como si fuera un fantasma misteriosamente oculto en una máquina, sostiene, deriva de este hecho.

Erróneamente, dice Ryle, Descartes y otros filósofos sostuvieron que, como el vocabulario acerca de lo mental no puede interpretarse significando el acaecimiento de procesos mecánicos, debemos entenderlo significando el acaecimiento de procesos no-mecánicos. Dado que las leyes mecánicas explican movimientos en el espacio como efectos de otros movimientos en el espacio, las leyes de lo mental deben explicar las operaciones no espaciales de la mente como efecto de otras operaciones no espaciales. La diferencia entre el comportamiento humano que caracterizamos de inteligente y el que describimos como mecánico, es de causación. Mientras que algunos movimientos de la lengua y de los miembros humanos son efectos de causas mecánicas, el resto debe ser en efecto de causas no-mecánicas. (Ryle 1949: 19)

De esta manera, las diferencias entre lo físico y lo mental, continúa Ryle, fueron representadas como diferencias existentes dentro del marco común de las categorías de “cosa”, “atributo”, “estado”, “cambio”, “causa” y “efecto”. Así, Descartes adhirió un lenguaje mecánico al mundo de los estados y procesos mentales; no obstante, lo hizo con un vocabulario puramente negativo. De modo que las operaciones mentales fueron descritas negando las características atribuidas a los cuerpos: no están en el espacio, no son movimientos, no son modificaciones de la materia, no son accesibles a la observación pública. Las mentes no son trozos de un mecanismo de relojería. Son, simplemente, trozos de un no-mecanismo. (Ryle 1949: 20)

En este marco conceptual, se entiende porqué la mente es considerada un fantasma dentro del cuerpo humano. El dogma del “fantasma en la máquina”, dice Ryle, sostiene que existen cuerpos y mentes, que acaecen procesos físicos y procesos mentales. Su tesis es que éstas y otras conjunciones análogas son absurdas. La frase “hay procesos mentales”, continúa, no tiene el mismo significado que la frase “hay procesos físicos”, y, en consecuencia, carece de sentido su conjunción o disyunción. (Ryle 1949: 20)

Si esto es así, puede verse que se diluye la oposición entre mente y materia. Pero hay que hacer notar que esta disolución se da de una manera diferente de como se da en las reducciones de la materia a la mente o de ésta a aquélla. La clave de este pensamiento radica en que, creer que existe una oposición total entre mente y materia, es sostener que ambos términos poseen el mismo tipo lógico.

V) Conclusiones

Sería injusto desechar completamente el esfuerzo intelectual de Descartes merced a críticas surgidas en la actualidad. Sin duda ello sería cometer un indebido anacronismo. No debemos olvidar que la época en que él vivió reinaba el pensamiento mecanicista. Galileo había demostrado que su método de investigación científica era apto para proporcionar una teoría mecánica aplicable a todo cuerpo espacial. Descartes, como hombre de ciencia, no podía dejar de apoyar las pretenciones de la mecánica, pero como hombre religioso y de convicciones morales, no podía aceptar la consecuencia de que la naturaleza humana difiere de la de un reloj únicamente en grado de complejidad. Así, toda su obra, es producto de la corriente de pensamiento dominante. Asimismo, su sistema tiene mucho que ver con las construcciones de la Escolástica.

Pues bien, tampoco sería justo decir que el mito de los dos mundos no produjo ventajas teóricas. Tal como afirma Ryle, a menudo, cuando los mitos son nuevos, hacen mucho bien a las teorías. Uno de los beneficios obtenidos con el mito mecánico fue la eliminación del mito político. Hasta entonces, las mentes y sus facultades habían sido descritas apelando a analogías entre superiores y subordinados. Los términos usados eran los de legislar, colaborar y rebelarse. Así, el mito de las operaciones, impulsos y entidades ocultas, implicó, para la psicología y la antropología, un adelanto respecto del viejo mito de los dictados, deferencias y desobediencias.

Así, pues, la teoría de los dos mundos, el dualismo cartesiano, ha sido un escalón necesario en la evolución de las ideas. Y si bien ha contribuído, y sigue haciéndolo, a fomentar una tendencia a pensar en función de oposiciones, y a buscar en cada caso el bien y el mal, lo lindo y lo feo, etc., no debe dejar se notarse que su colaboración en la historia del pensamiento occidental ha sido más que importante.

En conclusión, no debe entenderse este trabajo únicamente como un intento de demostrar lo absurdo del pensamiento cartesiano, ni los problemas que de él se derivan. El objeto de este estudio es, pues, contemplar la profundidad del sistema de Descartes, comprender su lógica y su contexto histórico, criticarlo tratando de no incurrir en anacronismos, y reflexionar acerca de, por un lado, su innegable contribución a la historia del pensamiento y, por otro, remarcar sus debilidades y su influencia negativa en el mundo moderno que tiende a pensar en términos binarios, oponiendo lo amistoso a lo enemigo, los fieles a los infieles y los buenos a los malos.

Bibliografía

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